Contrato de sangre

Capítulo XIII

Preparó el suplemento que Alistair le regaló y contempló el comedor, donde aún permanecía la nota adhesiva junto con los billetes. Ahí se percató de que llegó antes que sus hermanos y el dolor del recuerdo volvió a abofetearla. Dejó de remover el agua, que ya se tornaba rosácea, y meneó la cabeza para espabilar. Entonces decidió aguzar el oído para cerciorarse de que Eevi aún dormía y se decidió por pedir pizza con esos billetes que la llamaban para que los gastara. Sacó su viejo teléfono y llamó al local que tanto les gustaba a sus hermanos. Les pidió una pizza margarita y otra de peperoni. Quien le contestó le afirmó que el domiciliario llegaría en quizá cuarenta minutos.

Observó la pantalla rota en cuanto le colgaron al otro lado y se replanteó el cambiarla. Era difícil que se deshiciera de un aparato. Si no lo percibía a punto de desfallecer, no lo cambiaba, y gracias a ello su teléfono aún se mantenía en su poder después de ocho años. Sonrió y lo dejó al lado del vaso, que agarró para beberlo. El suplemento esta vez no le era desagradable. Sabía a fresas.

La cocina estaba silenciosa, así como el resto del primer piso. En cambio, en el segundo, Eevi roncaba profundamente. Le hizo gracia cómo sonaban sus ronquidos y se rio en voz baja mientras lavaba el vaso. Le recordaba a los ronquidos de su padre cuando llegaba cansado del trabajo. Se quedaba tan sumido en sus sueños que los sonidos que expulsaba así lo evidenciaban. Dejó el vaso en el escurridos y se apoyó mejor en la isleta. Aquella casa había sido comprada con los ahorros que ambos, su madre y su padre, habían estado reuniendo desde que se conocieron en la adolescencia. No pensaban tener más hijos, así que eligieron un hogar con tres habitación. La de ellos, la suya y la de invitados.

«Qué curioso fue todo», pensó nostálgica.

Se impulsó al oír pequeños pasos en la escalera y salió de la cocina para recibir a Eevi. Tenía las trenzas deshechas y se frotaba los ojos mientras bostezaba. Por lo menos se había puesto el pijama de ositos. Se arrodilló para recibirla en sus brazos, y Eevi no tardó en refugiarse en ellos. Ocultó el rostro en su cuello y se dejó cargar. En menos de lo esperado volvió a quedarse dormida. La sostuvo con cuidado y se sentó en el sofá con ella todavía en su peso. A pesar de que ya era mayor para dejar de ser arrullada, Signe disfrutaba cada segundo. Le besó la cima de la cabeza y la meció.

Rememoró el instante en que su madre le permitió tomarla en brazos recién nacida. Miró la cabeza con extrañeza. No tenía nada de pelo, y eso la angustió. Luego bajó la manta que la rodeaba para descubrir mejor su rostro y escrutó sus facciones. Se enterneció al profundizar en ellos. Parecía una muñequita. No lloró, antes se acomodó mejor en sus brazos y bostezó mientras hacía muecas. Era una cosita preciosa. Entretanto, Kalle se aferraba a sus piernas y le pedía que lo dejara echarle un vistazo. Lauri, en cambio, se abrazaba a su padre, temerosa de que dejara de quererla por la bebé.

Una sonrisa suave se deslizó en sus labios. Eran tiempos hermosos, sin duda alguna.

Movió a Eevi en su regazo y la acomodó con cuidado en el resto del sofá, con la cabeza puesta en un cojín. Se aseguró de que no se despertaría y subió la escalera con cuidado de no despertarla. Se aventuró en su dormitorio y buscó la manta que le había tejido su madre para que no la extrañara tanto en las noches, pues Eevi se había aferrado tanto a ella en dichos horarios que solía abrumarla mucho. La halló en su cama y la recogió. Salió en silencio y volvió con su hermanita. La cubrió hasta los hombros y, por último, le besó la frente.

No despegó la mirada de ella por un buen lapso de tiempo, hasta que oyó al domiciliario fuera de la puerta principal. Al abrirla, le sonrió al joven, recibió ambas cajas mientras le tendía el pago y se despidió con un rápido movimiento de cabeza.

Todos estos movimientos la condujeron a silenciar y tranquilizar su mente, aunque el pánico quiso volver al fijarse en Eevi. ¿Y si faltaba? ¿Cómo podría seguir adelante sin su compañía? Porque la pequeña se había apegado más a ella que a Kalle, con quien más compartía. ¿Qué haría? ¿Cómo sobrellevaría la pérdida? Se estremeció y miró el suelo, de repente mareada. El estómago se le hizo un nudo y la garganta se le cerró. ¿Y Lauri y Kalle? Todos serían llevados a un orfanato, pues no tenían más familiares. ¿Qué harían en un lugar como ese? ¿Sobrevivirían en conjunto? No, era probable que los separaran. Empezó a ver que el piso se movía y no tardó en sujetarse al comedor para no caer.

«Pero ¿por qué piensas que faltarás?».

El pecho se le exacerbó.

—No, no los dejaré solos —susurró riéndose.

Era una risa angustiada, que intentaba aplacar sus temores.

Se pasó la mano por la frente sudorosa y pestañeó para enfocar el suelo, el cual había dejado de moverse. Enderezó la espalda, echó la cabeza hacia atrás y respiró profundo. Como ya era habitual desde que Bastian opacó su vida, hizo ejercicios de respiración para calmar a su corazón asustado. Los pulmones le dolieron al retener el aire más tiempo del habitual, y cuando lo exhaló, descansaron agradecidos. Dejó de agarrar el comedor y cerró los ojos antes de volver a mirar a su pequeña hermana. Lauri, Kalle y ella merecían… Se mordió los labios, abriéndose las heridas que a duras penas cicatrizaban.

Entonces recordó el beso cuando el dolor la recorrió. Siquiera recordaba las sensaciones, las emociones que este le causó en el momento en que sus labios correspondieron. Su mente estaba tan nublada que parecía naufragar en islas desconocidas que le recalcaban que todo su ser se había extraviado en cuanto Bastian la miró. Fue repentino. Y al recobrar la consciencia el peso de lo sucedido la presionó con tanta fuerza que la mente se le volvió a nublar, pero esta vez de autodesprecio, asco y sorpresa. Sacudió la cabeza para no dejarse perturbar por ese hecho denigrante, pues lo era, y se limpió la sangre que se escurrió hasta su mentón. Observó sus dedos manchados de carmesí y rememoró el frasquito. Su contenido lo echó al inodoro y se despidió de la sangre con una sonrisa incrédula, ya que le dolió deshacerse de ella. Muy en el fondo la ansiedad se golpeaba contra las barrotes de la prisión que le impuso la frialdad acompañada por la tenacidad. Procuraría solo beber la sangre de ese bastardo cuando lo sintiera necesario, y se lo repitió mientras abría las cajas de pizza.




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