La realidad la golpeó en cuanto se encerró en su habitación y miró el portátil sobre su cama. Alistair no envejecía tampoco, y eso significa que seguir enamorándose de él era contraproducente, salvo que quisiera compartir esa inmortalidad para permanecer a su lado, algo que no ocurriría porque apreciaba el fin de la vida como el descanso que se merecía desde hacía mucho. No temía a morir en su momento, no ahora, pues sus hermanos aún dependían de ella. Quizá más adelante, cuando tuviera cincuenta años o más. Pensaba en el alivio que le daría el descanso después de la muerte, en cuánto podría retozar sin preocuparse por pagar los servicios o por comprar comida, por ejemplo, y esto no se le daría si decidía convertirse en una dependiente de sangre ajena. Siquiera podía imaginarse así. Sin embargo, una parte de ella, muy pequeña en un rincón, le alegaba que, si deseaba no generarle daño a Alistair, quien la vería envejecer, lo mejor era pedirle que la transmutara.
«No. ¿Qué cosas pienso?».
Se golpeó la mejilla suavemente y se sentó al lado del portátil.
Lituania estaba lejos, a casi diez horas en automóvil. Si no estaba mal, en avión serían alrededor de cuatro horas. Si Alistair había decidido viajar en auto, Bastian podría enterarse más rápido, porque dudaba que quisiera mantenerse alejado de él por completo. Sabía lo obsesivo que era con lo que pensaba suyo, y era obvio que, en su cabeza trastornada, Alistair le pertenecía, así que lo monitoreaba, estaba pendiente la mayor parte del tiempo.
La mente se le aceleró. Si podía ayudar de algún modo, sin que su intervención resultara sospechosa, debía actuar a partir de ese instante. Pensó y pensó hasta que encontró una excusa fiable. Agarró el iPhone y, con una sonrisa nerviosa, le marcó a Bastian. Se tardó en contestarle, ya que dejó sonar el teléfono en cuatro intentos. En el quinto, decidió responderle. Su voz al otro lado de la línea le provocó un entumecimiento momentáneo.
—Qué curioso que me llames.
No titubeó, fue directo al punto.
—¿No me necesitas?
Bastian se carcajeó y le susurró algo a su acompañante. La risa femenina acompañada de otras más le demostró que seguía en su faena, la cual tal vez se extendería unas buenas horas, mas no las suficientes para encubrir la osadía de Alistair.
—¿Necesitarte? Claro que te necesito —susurró con voz envolvente.
Una corriente eléctrica desagradable se aventuró por toda su espalda y casi dejó que el sonido de sus dientes chirriando se escapara de sus labios, aunque estaba segura de que él los oía con claridad.
—Me refiero a limpiar —escupió sin contenerse.
—Oh, también… si así lo deseas, por supuesto. El dinero te vendría bien, he de suponer. Si no, no me llamarías, ¿o sí?
Odiaba que fuera intuitivo cuando le convenía.
—Las cuerdas del violín de Eevi están desgastadas. Me gustará cambiarlas antes de que tenga su recital, que han aplazado un poco por el invierno. —Eso no era mentira. El recital se había visto aplazado porque pronto nevaría, y con fuerza, por lo que no era recomendable exponer a la niña si habría tormentas de nieve—. También, si es posible, comprar unas cosas que me solicitó Lauri. Desea construir un invernadero. Me gustaría darle todo lo que necesite antes de que sea Navidad.
Él la escuchó en silencio, complacido porque lo necesitaba. Este estado de ánimo nubló cualquier sospecha, que fue alejada por esa complacencia denigrante que solía atenazarlo a menudo cada vez que se sentía más superior de lo habitual.
—Bien. Ve a mi apartamento y límpialo. Le avisaré a mi chofer habitual que te recoja.
—¿El taxista? —se le escapó. Podría estar hablando de Alistair, que, al principio, era quien se encargaba de recogerla, pero eso dejó de ocurrir cuando Bastian se percató de su interés por su presa, por lo tanto, decidió asignarle a ese conductor mañoso y desagradable.
—Por supuesto. ¿O acaso quieres a alguien más? —Su tono de voz bajó unos decibeles más, tornándolo amenazador.
—No, solo no me agrada —contestó honesta.
Si percibía su franqueza, sus alarmas se apagarían, y eso pasó.
—Bien. En dos horas te recogerá. —Y colgó.
Dejó de apoyar el teléfono en su oreja, observó la pantalla y meditó. Había sido muy fácil. Temía lo peor. Sacudió la cabeza y decidió prepararse, no sin antes ver a sus hermanos. Era festivo, por lo que estaban en casa. Pasó por el dormitorio de Eevi, que se permitía dormir hasta tarde, y luego se encaminó a la habitación de Lauri y Kalle. Lauri movía las piernas en su cama, mientras que Kalle escribía algo en su tableta. Tocó la puerta para llamar su atención. Kalle pausó lo que hacía y la miró con una sonrisa de labios cerrados. Lauri, en cambio, la saludó con un movimiento de mano y continuó con la mirada puesta en el techo, pensando en qué haría hoy con su jardín.
Les sonrió y se dirigió a la escalera.
Ellos mismos se prepararían el desayuno, como era habitual. Kalle se decantaría por el cereal y alguna fruta, Lauri decidiría cocinarse huevos revueltos con pan tostado acompañados de té londinense y Eevi esperaría a que le preparara panqueques, que adornaría con arándanos, fresas y sirope.
Se acercó a la estufa y empezó a calentar el agua en la tetera. Se serviría té de lavanda. No tenía apetito y aquello sería suficiente para mantener a su estómago contento las siguientes horas. Depositó el colador y el filtro sobre la taza, esparció la lavanda triturada sobre el colador y, luego de diez minutos, derramó el agua tibia sobre esta. La pigmentación violeta empezó a apoderarse del agua, no por completo, porque se aseguró antes de que la lavanda que cortó Lauri no fuera muy reciente, así no pigmentaría mucho. En cuanto notó que el té ya estaba hecho, que su proceso había llegado a su fin, retiró el colador y el filtro, le dio un sorbo al líquido y asintió satisfecha. Estaba en su punto. Dejó la taza en el comedor y se dispuso a buscar un poco de miel para endulzar el té. Estos movimientos la ayudaban a no pensar de más. Agarró el frasco con la miel y volvió al comedor con una cucharita. Destapó el frasco redondo y le echó tres cucharaditas al té, que removió atenta al movimiento del líquido. Era un ritual el prepararse el té. Lo había aprendido de su madre, que optaba por el té oolong, su favorito. Su padre, en cambio, era fiel partidario del café, así como Kalle. A ella no le gustaba, si era muy sincera. Prefería mil veces el té, como Eevi y Lauri.