La noche no trajo descanso. Danaé la pasó sentada en el sofá, con la vista fija en el vacío, mientras el reloj marcaba cada segundo como una sentencia. Su madre había subido a la habitación horas antes, sin decir palabra. Y ella se quedó abajo, en ese mismo lugar donde todo había comenzado. Donde el infierno había tocado la puerta con un apellido ruso y una propuesta imposible.
La lluvia seguía, pero ya no era tormenta. Era un murmullo constante, como si el mundo llorara por ella lo que ella ya no podía.
—No puedes hacerlo —la voz de su hermano la sacó del trance.
Ciro. Diecisiete años. Estudiante. Idealista. Inocente.
—No entiendes lo que está en juego —respondió ella, sin mirarlo.
—Sí lo entiendo. Pero venderte a ese monstruo no es la solución.
Danaé se giró lentamente. Por primera vez en semanas, su expresión no era de desesperación, sino de algo más frío. Más firme.
—¿Tú firmaste los pagarés, Ciro?
El muchacho bajó la cabeza.
—Papá dijo que era solo un trámite. Que era parte de un fondo para invertir…
—No lo culpes a él. —Su tono fue suave, pero dolía—. Viktor no dejará que esto pase. Si yo digo que no, te va a usar. A ti. A mamá. Y lo hará de la forma más cruel posible.
—¡Entonces vámonos! ¡Podemos huir! ¡Cambiar de nombre, empezar de cero!
—Eso funciona en las películas. En la vida real, Viktor Andreev te encuentra. Siempre.
Ciro la abrazó. Con fuerza. Como cuando eran niños y tenían miedo a la oscuridad. Pero esta vez la oscuridad tenía nombre y cara. Y no estaba debajo de la cama. Estaba esperando del otro lado del teléfono.
A las seis en punto, volvió.
Esta vez no tocó la puerta. Esta vez, entró como si ya le perteneciera.
Danaé estaba sentada en el comedor. Una hoja de papel sobre la mesa. Un bolígrafo caro al lado. Vestía de negro. Como si fuera a un funeral. Tal vez el suyo.
Viktor no sonrió. Solo se acercó, sacó una carpeta de cuero y la abrió.
—El contrato. Cláusulas simples. Matrimonio civil en cuarenta y ocho horas. Cuentas saldadas. Seguridad garantizada para tu familia. Ningún escape posterior.
—¿Y si después me quiero ir?
Él la miró con una calma brutal.
—Puedes hacerlo. Nadie es prisionero. Pero si cruzas la puerta, te aseguro que tus recuerdos no te seguirán. Ni tus seres queridos.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Era una amenaza. Vestida de cortesía.
Danaé tomó el bolígrafo.
—¿Vas a obligarme a consumar este… “trato”?
—No —dijo él, con absoluta seriedad—. Nunca forzaría algo tan banal. Pero eso no significa que no te conviertas en mía.
La tinta se deslizó sobre el papel como si supiera el camino. Un nombre. Una firma. Un final.
Cuando terminó, soltó el bolígrafo y lo empujó hacia él. Viktor lo tomó con dos dedos, lo guardó, y cerró la carpeta.
—Bienvenida al infierno, señora Andreev.
Ella alzó la mirada. No con miedo. Con rabia contenida. Con un orgullo que ni siquiera la miseria pudo quebrar.
—No soy tuya —dijo.
Viktor se inclinó sobre la mesa, con una expresión que era casi… admiración.
—Aún no.
Esa noche, el vestido llegó.
Un vestido blanco, caro, elegante… sin alma. Como una armadura de seda para una guerra que ya había perdido antes de comenzar.
Danaé lo tocó apenas con los dedos. Luego lo colgó en la pared. Lo miró como quien observa su ataúd. Y se prometió algo.
Si iba a entrar en el mundo de Viktor, no lo haría para ser destruida. Iba a sobrevivir. Y cuando llegara el momento, encontraría su punto débil. Porque incluso los monstruos sangran.