No hubo iglesia. Ni flores. Ni sonrisas.
La ceremonia se realizó en una notaría privada del centro, sin invitados, sin testigos que no fueran pagados. El salón olía a mármol, a tinta fresca y a formalidades vacías. Danaé llegó con el vestido blanco que no eligió, sostenida por su propia voluntad y por el orgullo que aún no se rendía. Viktor ya la esperaba, impecable, con un traje gris oscuro y esa presencia que hacía que todos los demás se sintieran como muebles.
—Llegaste —dijo él sin emoción.
—No me diste muchas opciones —respondió ella, ajustando el velo que no quería.
La oficial del registro civil los miró con una mezcla de curiosidad y extrañeza. Había algo en esa unión que no encajaba, incluso en un mundo acostumbrado a matrimonios vacíos. Pero cumplió con su trabajo. Le pidió a ambos que firmaran. Les leyó las cláusulas. Les hizo repetir las palabras. Lo hicieron.
Danaé no tembló.
Viktor no pestañeó.
—Declaro que quedan unidos en matrimonio bajo la ley —anunció la oficial—. Felicidades.
La palabra “felicidades” se sintió como una ofensa.
Salieron al frío de la tarde sin música, sin arroz, sin aplausos. Solo los esperaba una limusina negra. Danaé no preguntó a dónde iban. Viktor tampoco explicó.
El silencio entre ellos era denso, como si contuviera todas las palabras que jamás se dirían.
—Quiero dejar algo en claro —dijo ella finalmente, mirando por la ventana—. Esto no cambia quién soy.
Viktor la observó de reojo. No con burla. Con atención.
—Aún no sabes quién eres —replicó.
—No te pertenezco. No soy un trofeo ni una pieza en tu juego.
—No —admitió—. Pero ahora llevas mi apellido. Y eso tiene consecuencias. Tanto para ti como para mí.
Danaé apretó los labios. Estaba claro que él no la veía como una esposa. Tampoco como una víctima. La miraba como si fuera un enigma. Un riesgo calculado.
La mansión a la que llegaron no era una casa. Era una fortaleza.
Altos muros, cámaras en cada esquina, portones que crujían como fauces metálicas. Un ejército de empleados esperándolos en la entrada. Ninguno la miró con desprecio, pero tampoco con simpatía. Solo bajaron la cabeza y abrieron paso.
Viktor no la guió del brazo. Caminó delante. Como si ella debiera seguirlo.
—Tu habitación está al final del ala este —dijo—. Tiene su propia entrada, baño, escritorio, biblioteca y… cerradura desde dentro.
Danaé lo miró con recelo.
—¿No compartirás cuarto conmigo?
—No esta noche. Ni las próximas. Hasta que tú lo decidas. Si es que alguna vez lo haces.
Eso la desconcertó. Por un segundo, pensó que él intentaba fingir caballerosidad. Pero no. Había algo más. Como si estuviera probándola. Esperando su primera grieta.
Cuando entró a la habitación, encontró una cama enorme, alfombras suaves, luces cálidas. Un lugar hermoso. Y sin embargo, no podía sentirse más sola.
Sobre la cama, descansaba una caja negra.
Dentro: un collar de diamantes. Frío. Perfecto. Inerte.
Junto a él, una nota escrita a mano.
“El oro encierra, pero no da valor. Bienvenida. V.”
Danaé dejó la caja intacta.
Se quitó el vestido con rabia, como si le quemara la piel, y lo arrojó al suelo. Luego, se duchó durante una hora, pero no logró arrancarse el nombre que ahora cargaba. El de un hombre que la había comprado con elegancia. Que no la había tocado, pero la poseía. Que no la amaba, pero la marcaba con su sola sombra.
Esa noche, durmió abrazando una almohada. Con los ojos abiertos.
Soñando, sin dormir, en cómo destruirlo desde dentro.
Porque si Viktor Andreev pensaba que la había ganado…
…aún no sabía con quién se había casado.