Danaé despertó sin saber si era de día o de noche. Las cortinas de terciopelo rojo no dejaban pasar ni un rastro de luz, y la habitación, aunque cálida, se sentía como una tumba lujosa. La primera noche como esposa de Viktor Andreev no le dejó pesadillas. Solo una calma artificial que dolía más que cualquier sueño roto.
Se levantó, se duchó, y encontró su ropa ya dispuesta: un vestido gris perla, elegante y recatado. Nada vulgar. Nada de su estilo. Ni siquiera el espejo parecía suyo.
Tocaron la puerta.
—Puede entrar —dijo, aún en bata.
La que apareció era una mujer de unos cuarenta años, impecablemente peinada, con rostro severo pero no hostil. Llevaba una carpeta bajo el brazo.
—Mi nombre es Ivanna, señora Andreev. Soy la jefa de personal de la casa. He servido al señor Viktor desde que él tenía dieciséis años. Estoy para asistirla en lo que necesite.
—¿Eso incluye contestar preguntas?
—Depende de la pregunta.
Danaé se cruzó de brazos.
—¿Cuántas mujeres han vivido en esta habitación antes que yo?
Ivanna no pestañeó.
—Usted es la primera. Y, si me permite la opinión, probablemente también será la última.
El desayuno fue servido en un invernadero de vidrio, amplio, pulcro, silencioso. Viktor ya estaba allí, leyendo el periódico como si fuera un caballero del siglo pasado. Traje a medida. Relój plateado. Aura de control absoluto.
—Dormiste bien —dijo sin levantar la vista.
—Dormí —respondió ella, sin más.
Le sirvieron té negro con limón. Él pidió café. Nadie hablaba. Solo los pasos del personal se oían a lo lejos, amortiguados por la alfombra. Era un lugar bello. Demasiado. Como un palacio construido con hielo: impresionante, pero incapaz de albergar calor humano.
—Quiero mostrarte algo —dijo Viktor tras el último sorbo.
El trayecto los llevó por corredores interminables, cuadros que costaban más que su antigua casa, y puertas blindadas que solo abrían con códigos. Finalmente, bajaron por un ascensor oculto tras una biblioteca.
Cuando llegaron, Danaé se dio cuenta: esto no era una mansión. Era una fortaleza camuflada.
El subsuelo estaba dividido en tres niveles. El primero, una sala de reuniones con monitores, mapas, teléfonos satelitales. El segundo, una armería privada. Y el tercero…
—¿Qué es esto? —preguntó al ver las filas de servidores y pantallas con cámaras distribuidas por la ciudad.
—Mi oficina real —respondió Viktor—. Aquí controlo todo lo que importa. Finanzas. Seguridad. Información.
—¿Y para qué me traes aquí? ¿Para intimidarme?
—No. Para que entiendas que no soy un cliché. No soy un mafioso de novela. No quiero una muñeca bonita a mi lado. Si vamos a hacer esto… prefiero tener una esposa que entienda en qué está metida.
Danaé lo miró, sin poder leerlo del todo.
—¿Y tú qué entiendes de mí?
Viktor se le acercó, sin invadir. Pero su presencia, como siempre, llenaba cada rincón.
—Aún nada. Por eso me interesas.
Al regresar a su habitación, Danaé encontró una pequeña carta bajo la almohada.
No llevaba remitente. Solo una frase escrita con letra masculina y trazo seguro:
“No todo lo que ves aquí le pertenece. Hay ojos que observan, esperando que falles. No confíes en nadie. Ni siquiera en él.”
La sostuvo entre los dedos como si fuera un insecto. La leyó tres veces. Luego, la quemó en la chimenea.
Pero en su mente, la frase se repitió como un eco envenenado.
Esa noche, Viktor no la buscó. No preguntó por ella. No dejó más notas.
Pero afuera de su habitación, un hombre nuevo montaba guardia.
Alto. De rasgos latinos. Llevaba una cicatriz que le cruzaba la ceja derecha. Su nombre era Marco Reyes. Exmilitar. Silencioso. Leal solo a quien merecía su respeto.
—¿Me vigilas o me proteges? —preguntó Danaé con la voz firme.
Él respondió sin girar el rostro.
—A veces, ambas cosas se parecen mucho.
Danaé cerró la puerta lentamente. No estaba sola. Ni segura. Pero algo había cambiado.
Ya no era solo una prisionera disfrazada de reina.
Ahora era una pieza dentro de un tablero mucho más grande. Y si lograba moverla bien… podía volverse peligrosa.