El amanecer era apenas un degradado pálido en el horizonte, invisible detrás de las cortinas gruesas que mantenían la mansión en un perpetuo estado de penumbra. Danaé despertó no por el sol, sino por el crujido casi imperceptible del suelo tras la puerta de su habitación.
No entraron. Solo pasó alguien. Un paso contenido, casi respetuoso… o quizá temeroso.
Desde hacía días, lo sentía: la casa tenía oídos, pero ahora también tenía ojos. Y no eran solo los de las cámaras. Eran humanos. De carne, hueso y lealtades rotas.
Se levantó con lentitud. Había dormido con la bata puesta. Últimamente, la idea de quitarse cualquier capa la hacía sentir vulnerable.
Desayunó sola.
Ivanna no apareció. Marco Reyes tampoco.
La mansión estaba en silencio. Demasiado. Como un cuerpo que retiene el aliento antes de sangrar.
—Se cancelaron las reuniones de hoy —le informó uno de los empleados, nervioso—. El señor Andreev no está disponible.
—¿Dónde está?
—Salió… de forma imprevista.
Esa palabra la irritó.
“Imprevisto” no era parte del vocabulario de Viktor.
Algo pasaba.
A mediodía, Danaé caminó por el pasillo sur del ala oeste, el único que evitaba desde que llegó. Sabía que allí estaban las oficinas de seguridad, las habitaciones del personal armado, y algunas puertas cerradas que olían a secretos. Pero esta vez lo hizo con intención. Sin permiso. Sin miedo.
Fue allí donde escuchó el nombre por primera vez.
—…ella no es una esposa, es una intrusa —dijo una voz detrás de una puerta entornada—. Y si sigue así, alguien más la sacará del tablero.
Silencio. Luego una respuesta.
—Viktor no lo permitirá.
—¿Y tú crees que él lo sabrá antes de que ocurra? Él está distraído. Y ella es una amenaza. No porque sepa demasiado, sino porque sabe lo suficiente y no teme actuar.
Danaé se alejó sin hacer ruido. Pero algo dentro de ella se endureció. Ya no era una prisionera jugando a ser reina.
Era una pieza incómoda.
Y las piezas incómodas… se rompen o se convierten en reinas de verdad.
Por la tarde, encontró a Marco Reyes en el patio trasero. Estaba afilando un cuchillo con meticulosidad casi zen. Cuando la vio, no se sorprendió.
—¿Quién quiere matarme primero? —preguntó ella sin rodeos.
Marco no dejó de mover la piedra sobre el filo.
—La lista sería más corta si preguntaras quién no quiere hacerlo.
Danaé se sentó frente a él, en un banco de mármol. El aire olía a menta y acero. La combinación era extrañamente adecuada.
—Dime sus nombres.
—No es tan simple. Aquí nadie te apuñala de frente. Solo sonríen, te ofrecen vino… y luego, si pueden, te desaparecen.
—Entonces me toca mover yo primero.
Marco dejó el cuchillo a un lado.
—¿Estás segura de lo que estás haciendo?
—No. Pero estoy segura de que no vine aquí a sobrevivir siendo invisible.
Viktor regresó esa noche.
Tarde. Solo. Cansado.
Entró al estudio, y allí la encontró. Sentada en su sillón. Sosteniendo uno de sus archivos abiertos. Leyéndolo sin apuro.
—Llegas tarde —dijo ella sin levantarse.
—No necesito explicar mis horarios.
—No. Pero deberías saber que en tu ausencia ya están planeando matarme.
Viktor se detuvo. Cerró la puerta detrás de sí.
—¿Quién?
—Eso pensé que tú sabrías —respondió, levantando la vista—. Pero parece que tu imperio se sostiene en la apariencia de control… no en el control real.
Viktor caminó hasta ella. Le quitó el archivo de las manos. Lo cerró. Lo dejó sobre el escritorio con un golpe seco.
—¿Qué pretendes?
—Ser tu esposa. ¿No era eso lo que querías?
—No así.
—¿Cómo, entonces? ¿Callada? ¿Sumisa? ¿Decorativa?
Viktor la miró fijamente. Por primera vez, sin el muro de acero que normalmente lo cubría. Había algo detrás de esos ojos: agotamiento, sospecha… ¿dolor?
—Así no —repitió, pero esta vez en voz baja.
Danaé se puso de pie. Estaban a la misma altura. A centímetros.
—Tienes un enemigo dentro. Y no es Leonid. Es alguien que te conoce mejor que tú mismo. Y que sabe que me necesitas, aunque no quieras admitirlo.
—¿Y tú qué ganas con esto?
Ella lo sostuvo con la mirada. Inquebrantable.
—Ganar. Lo mismo que tú.
Esa noche no durmió en su habitación.
Tampoco en la de él.
La pasó en la biblioteca, rodeada de planos, documentos internos y libros que nadie tocaba. Descubrió una red de cámaras que no estaban conectadas al sistema principal. Alguien más vigilaba. Desde adentro.
Al amanecer, encontró un nombre. O mejor dicho, un fragmento:
“M.K.”
Marcado en una esquina de un documento alterado, junto a una fecha, una transferencia bancaria y una nota:
“Autorizado: nivel tres. No divulgar.”
Danaé apoyó los dedos sobre la frase como si pudiera absorberla. Luego, encendió una lámpara, sacó una libreta de notas y escribió solo una línea:
M.K. – Primer objetivo.
Al día siguiente, Viktor no preguntó dónde durmió.
Pero envió a Ivanna con un paquete.
Dentro, un juego de llaves.
—¿Para qué son? —preguntó Danaé.
—La biblioteca. La sala de servidores. El segundo ascensor. Y el archivo muerto.
—¿Por qué me las da?
—No lo sé —respondió Ivanna—. Pero me dijo que eras peligrosa. Y que si ibas a cambiar las reglas… al menos debías tener acceso al tablero completo.
Danaé se guardó las llaves en el bolsillo. Luego miró por la ventana.
Allá fuera, el mundo seguía.
Dentro, la guerra apenas comenzaba.
Y ella ya no era una simple esposa obligada.
Era una amenaza activa con nombre y apellido.