El pasillo del ala norte tenía un olor distinto. No a flores frescas ni a madera pulida como el resto de la mansión, sino a químicos de limpieza, metal… y algo más profundo: miedo encapsulado en rutina. Allí se encontraba la lavandería, la cocina industrial, los dormitorios del personal inferior. Un espacio donde los trajes se blanqueaban y las verdades se escondían bajo sábanas limpias.
Danaé no había puesto un pie en esa zona desde su llegada.
Hasta hoy.
La visita no fue casual.
Llevaba en el bolsillo el papel con las iniciales M.K., una fecha escrita a mano y un número de cuenta que había sido rastreado hasta una transferencia interna… firmada por alguien con acceso a la base de datos de seguridad.
Alguien que trabajaba allí.
—¿Está perdida, señora Andreev? —preguntó una mujer joven, con delantal manchado y voz amable, pero tensa.
—Estoy buscando respuestas, no direcciones —respondió Danaé.
La mujer se presentó como Elsa, encargada de organización de inventario, pero con acceso temporal a los servidores compartidos cuando el encargado principal estaba ausente. Discreta. Inteligente. Y con ojos que no sabían mentir del todo.
Danaé le mostró una copia del documento.
—¿Reconoces esta firma?
Elsa palideció.
—Sí… es del jefe de logística. Michael Kravitz.
Danaé respiró hondo. Las iniciales M.K. encajaban.
—¿Sigue trabajando aquí?
—Sí. Pero… cambió hace meses. Antes era leal a Viktor. Ahora parece responder a otra voz.
—¿A Leonid?
—No. A alguien más. Alguien que… no se deja ver, pero que mueve las cosas desde la sombra. Alguien que lo financia.
Danaé volvió a su habitación sin decir nada más. Elsa le había dado una nueva palabra: "La Roca".
No era un lugar. No era una persona. Era como un susurro entre los pasillos. Un símbolo. Algo que se repetía en los comentarios cortados, en las frases no terminadas.
“Si hablas, La Roca lo sabrá.”
“Viktor cree que manda, pero La Roca ya puso su peso.”
Había algo más profundo moviéndose debajo del imperio. Y Michael Kravitz era solo la punta del iceberg.
Esa noche, Viktor se presentó en su puerta sin aviso.
—Ven conmigo —dijo.
Ella lo siguió. En silencio.
La llevó a una sala que nunca había visto. Pequeña. Blindada. Solo una silla. Solo una pantalla.
—Observa —ordenó él.
La pantalla se encendió. Mostró una sala de reuniones. Dentro, Michael Kravitz conversaba con dos hombres más. Uno de ellos llevaba un auricular. El otro un maletín.
—Hace dos días detectamos una anomalía. Uno de nuestros servidores había sido duplicado. Contenía información falsa. Cuentas paralelas. Rutas de envío modificadas. Una red construida para parecer parte del sistema… sin serlo.
—¿Por qué me lo muestras a mí?
—Porque quiero que escuches lo que dicen.
El sonido subió.
“…Y ella ya sabe más de lo que debería. Si sigue así, habrá que eliminarla. Viktor no la protegerá si cree que fue su idea.”
Silencio.
El que tenía el auricular agregó:
—Y si no actúa, tomaremos a su lugar. Ya no necesitamos su permiso para ejecutar. Solo su silencio.
Danaé no dijo nada.
Viktor tampoco.
La pantalla se apagó.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella con frialdad.
—Lo que hago con los traidores.
—¿Y qué se supone que debo hacer yo?
Él la miró por primera vez como si no fuera una pieza más del tablero, sino una jugadora capaz de moverlo.
—Lo que quieras. Ya no eres una extraña. Estás dentro.
Cuando salió de la sala, Danaé no fue a su habitación.
Fue al archivo muerto.
Usó la llave que él le había dado sin saber que estaba sellando su propia condena: la de permitirle jugar.
Dentro, entre informes viejos y documentos abandonados, encontró un nombre subrayado dos veces.
Anastasia Mirkov.
Expediente 82-B.
Antiguo contacto de Viktor. Desaparecida hace tres años.
Causa: “Renuncia voluntaria. Sin testigos. No procede investigación.”
Pero en el margen, escrito con tinta negra y mano rápida:
“Fue por La Roca. Ella lo sabía. Yo no pude salvarla. V.”
Danaé cerró la carpeta con las manos temblando.
No por miedo.
Por rabia.
Viktor no era el único que había fallado. Había algo más. Algo que los superaba. Que los descomponía desde dentro.
Una red que él construyó, pero que ahora se alimentaba sola. Y estaba podrida.
En la madrugada, cuando todos dormían, Danaé escribió un nombre nuevo en su libreta.
Anastasia Mirkov – Testigo muerto.
Y una palabra al final:
Justicia.
Porque si Viktor no podía o no quería corregir el sistema que construyó…
entonces lo haría ella. Aunque tuviera que incendiarlo todo.