Los símbolos son más peligrosos que las armas.
Un arma puede ser neutralizada, descargada, escondida. Un símbolo… se infiltra. Se queda en la mente, en las paredes, en la memoria colectiva. Un símbolo no se mata. Se transforma. Se multiplica.
Danaé entendía eso ahora.
Y La Roca no era un nombre. Era un símbolo.
Un mensaje disfrazado de piedra.
—¿Desde cuándo sabes lo del Ojo? —preguntó Danaé sin rodeos.
Ivanna la observó en silencio. Estaban solas en la antigua sala de costura, una habitación olvidada entre los corredores del ala sur, donde los empleados ya no pasaban. Era el único lugar donde las cámaras no llegaban. Por ahora.
—Desde antes que tú llegaras —respondió finalmente Ivanna—. Desde antes que Viktor se diera cuenta de que su imperio tenía raíces podridas.
—¿Y por qué no dijiste nada?
—Porque el lenguaje de las serpientes no se combate con gritos. Se escucha. Se descifra. Y luego, se envenena desde adentro.
Danaé la miró sin parpadear.
—Háblame como si ya no me quedara tiempo. Dímelo todo.
El Ojo de la Roca.
Un símbolo que empezó como una marca de seguridad. Viktor lo había creado años atrás como parte de un sistema de validación interna para transferencias secretas y operativos de alta confidencialidad. Solo lo conocían unos pocos. Pero uno de ellos lo robó. Lo sacó del sistema oficial. Lo convirtió en un lenguaje paralelo.
Y entonces nació La Roca: una red interna que usaba el símbolo original de Viktor, pero con un nuevo código. Uno que hablaba de poder, de autonomía… y de traición.
—La Roca no es una persona —dijo Ivanna—. Es una mentalidad. Es un conjunto de nombres que creen que pueden gobernar sin él. Pero usan su sombra. Su escudo. Y su símbolo.
—¿Quién fue el primero?
—Un hombre llamado Gregor Salkov. Está muerto. O eso creemos. Pero el símbolo sobrevivió. Como una bandera que nadie bajó.
Danaé tomó aire.
—Y ahora… ¿es el Hombre Gris quien lo lleva?
Ivanna asintió.
—Y tiene seguidores. En la mansión. En las cuentas. En las cámaras. En los cuerpos armados. La Roca vive dentro de cada grieta que Viktor dejó al confiar en los hombres equivocados.
Esa noche, Danaé no fue a su habitación. Fue al despacho de Viktor. Estaba oscuro. Vacío.
Pero en el sillón, como si la esperara desde siempre, estaba él.
Desaliñado.
Con la camisa arrugada. Sin corbata. Los ojos rojos. Como si no hubiera dormido en días.
—¿Dónde estuviste? —preguntó ella, sin enojo.
—Desmantelando parte de mi historia —respondió él.
—Llegaste tarde.
—Siempre llego tarde —admitió Viktor.
Danaé se acercó. No como esposa. No como víctima. Como lo que ahora era: una extensión del imperio… pero también su amenaza.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿El qué?
—Que La Roca se creó con tu bendición. Que fuiste tú quien diseñó el símbolo. Que tú lo dejaste escapar.
Viktor no negó.
Solo se inclinó hacia adelante. Como si las palabras pesaran.
—Lo hice porque no confiaba en nadie. Ni siquiera en mí.
Silencio.
Danaé se sentó frente a él.
—¿Y ahora?
—Ahora… tampoco confío en ti. Pero te necesito.
—Qué conveniente.
—No es conveniencia. Es supervivencia.
Se miraron largo rato.
Él fue el primero en desviar la mirada.
—¿Sabías que las serpientes mudan de piel para crecer? Pero algunas… algunas lo hacen para sobrevivir a sí mismas. No porque quieran. Porque deben.
Danaé alzó una ceja.
—¿Y tú cuál eres?
—Aún no lo sé.
—Entonces descubre rápido quién eres, Viktor. Porque si no lo haces, te van a devorar desde adentro. Y esta vez… yo no voy a salvarte.
A las tres de la madrugada, alguien dejó una caja en la biblioteca.
Dentro: un libro antiguo. Sin portada. Sin autor.
Solo una página marcada, subrayada con tinta roja:
“Los reinos que caen por dentro nunca sienten el estruendo. Solo el silencio.”
Y al final, garabateado con una letra distinta:
“El lenguaje ya se ha activado. Te está observando.”
Danaé cerró el libro.
Salió de la biblioteca.
Y por primera vez en semanas, sintió miedo.
No por ella.
Sino por él.
Porque Viktor Andreev, el hombre que nunca temblaba, el hombre que construyó un imperio con puños y precisión quirúrgica…
estaba empezando a quebrarse.
Y cuando los titanes caen, arrastran con ellos todo lo que los rodea.