Contrato de Sangre

Capítulo 11: Bajo la Piel

Hay heridas que no se ven.

Se alojan bajo la piel, entre los gestos ensayados, las sonrisas suaves y la aparente lealtad. Y a veces, esas heridas caminan. Respiran. Te sirven el té cada mañana.

Danaé había aprendido eso muy rápido en la mansión.

Pero ahora, lo entendía de forma visceral.

La carta llegó sin remitente.

Escrita a mano. En papel amarillo, viejo, de bordes desgastados. Entregada entre dos libros por una empleada cualquiera. Un gesto inocente. Una entrega casual. Pero el contenido no era nada de eso.

“Te buscan entre los hombres, pero siempre fuimos nosotras. Anastasia habló. Yo escuché. Y ahora te observo. Tienes los ojos correctos. Pero los ojos pueden cerrarse. Elige con cuidado qué piel te pones hoy.”

No había firma.

Solo una marca en forma de “S” invertida. Tinta negra. Al pie del papel.

Danaé no supo si era una advertencia, una invitación… o una amenaza.

Tal vez las tres.

—¿Conoces esta marca? —le preguntó a Ivanna al día siguiente.

La mujer bajó la mirada. Respiró lento. Como si le costara hablar.

—Hace años… cuando Anastasia aún estaba aquí, hablaba de un grupo de mujeres dentro del círculo interno. No era una red organizada. Eran más bien… una promesa tácita. Ayudarse. Cubrirse. Sobrevivir a pesar de los hombres.

—¿Y cómo se hacían llamar?

—Nunca lo dijeron en voz alta. Pero Anastasia siempre marcaba sus diarios con esa misma “S” invertida.

Danaé se quedó en silencio, la carta entre los dedos.

—Entonces no estoy sola —susurró.

—No —respondió Ivanna—. Pero tampoco estás segura.

Esa noche, Danaé reunió al personal femenino de la mansión en el ala de costura. Un pretexto cualquiera: una revisión de horarios, un nuevo protocolo de seguridad. Nada que llamara la atención.

Solo cinco mujeres asistieron.

Tres cocineras.

Una encargada de lavandería.

Y una mujer que nunca había visto antes: Nadja, con ojos opacos, manos agrietadas y una postura humilde… demasiado humilde.

Danaé habló con calma. Les agradeció. Les ofreció reorganizar los turnos para evitar jornadas dobles. Les dijo que quería escucharlas. Una por una.

—¿Algo que quieran decirme? —preguntó al final.

Nadie habló.

Solo Nadja alzó la mano.

—A veces el silencio protege más que una pared —dijo con voz pausada—. Pero también ahoga más que el agua.

Danaé la miró fijo.

—¿Y tú qué eliges?

—Hoy… quiero aprender a respirar otra vez.

Esa misma noche, Nadja tocó a su puerta.

Entró sin miedo.

Sin protocolo.

—Estuviste cerca de Anastasia —dijo Danaé, más como afirmación que como pregunta.

—Demasiado cerca —respondió Nadja—. Era mi hermana.

Danaé se quedó helada.

—¿Por qué nunca dijiste nada?

—Porque la gente como yo no tiene voz en esta casa. Solo manos.

—Eso ha cambiado.

Nadja la miró con una mezcla de tristeza y determinación.

—Cambiará cuando alguien pague por lo que le hicieron.

Sacó una fotografía doblada del bolsillo.

En ella, Anastasia, sonriente, de pie junto a Viktor… y a otra mujer que Danaé no conocía.

—Ella era una de las líderes de la red interna de mujeres. Murió en un supuesto accidente de cocina. Nunca se investigó. Pero Anastasia sabía la verdad. Y por eso desapareció.

Danaé tomó la foto. La giró.

Al reverso, escrito con lápiz:

“Si esta imagen desaparece, yo también.”

Una fecha: 2 de noviembre, hace tres años exactos.

—¿Qué pasó ese día?

Nadja bajó la mirada.

—Ese día, Anastasia entró al sótano con Viktor. Nunca volvió a salir.

Danaé se encerró en su habitación hasta el amanecer.

Revisó el plano de la mansión. Localizó el sótano. Encontró una puerta bloqueada con un sistema antiguo. Nadie hablaba de esa zona. Nadie la usaba. Nadie la limpiaba.

Era un lugar sin nombre.

Sin luz.

Y tal vez, sin regreso.

Pero en su libreta, Danaé escribió una sola línea:

Objetivo 3: Sótano – 2 de noviembre.

Y al pie, sin subrayar:

Nadja – Vínculo vivo. Proteger.

Antes de dormir, Viktor apareció.

Tenía las ojeras más marcadas que nunca. Su camisa estaba abierta en el cuello. Traía un libro bajo el brazo, pero no lo abrió.

Solo dijo:

—Hoy me llegó una carta. Una advertencia. Anónima.

—¿Qué decía?

—“Ella ya eligió su piel. Y no es la tuya.”

Danaé no contestó.

Él la observó largo rato. Luego se marchó.

Pero antes de salir, murmuró:

—Están despertando. Y yo no sé si quiero que lo hagan.

Cuando cerró la puerta, Danaé se acercó al espejo.

Se quitó el abrigo.

Miró su reflejo por un largo minuto.

Y entonces, dibujó con su propio lápiz de labios una “S” invertida sobre el vidrio.

Bajo la piel.

Allí donde las serpientes se esconden.

Y donde, esta vez, no pensaban morir en silencio.




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