El amanecer la encontró sentada frente al espejo.
No había dormido. No podía. La imagen de Viktor confesando su error… su culpa… no la dejaba en paz. No era un monstruo. Era un hombre vencido por su propia creación. Pero eso no lo hacía menos responsable.
Y ella lo amaba.
Lo amaba con rabia. Con dudas. Con una ternura que dolía.
Y lo odiaba, también.
Por haber permitido que Anastasia desapareciera.
Por haber enterrado la verdad bajo capas de silencio.
Por convertirla en cómplice, sin querer.
—Marco volvió —dijo Ivanna al mediodía, interrumpiendo sus pensamientos—. Entró por la entrada de proveedores. No se reportó. Está en el ala oeste, esperando algo.
—¿A mí?
—A ti. O a una orden.
Danaé respiró hondo.
—Prepárame una sala. Vacía. Con una sola silla.
—¿Vas a enfrentarlo?
—Voy a terminar lo que empecé.
Marco llegó sin uniforme. Sin armas visibles. Pero con la misma cicatriz cruzándole la ceja… y los ojos más oscuros que nunca.
—¿Vienes a matarme? —preguntó Danaé sin rodeos.
—Si quisiera, ya estarías muerta.
—Entonces dime por qué.
Marco no respondió de inmediato. Caminó hasta la ventana. Miró hacia el jardín donde todo había comenzado.
—Te advertí. Desde el primer día. Aquí, todos están podridos. Incluso yo.
—¿También servías al Hombre Gris?
—No. Al sistema. Que es peor.
Danaé se cruzó de brazos.
—¿Y por qué volviste?
—Porque no sé de qué lado estoy. Porque cuando te vi romper las reglas… algo en mí quiso creer. Pero creer no basta aquí, Danaé. Aquí se sobrevive.
—No todos.
—No. Anastasia no.
Silencio.
—Ella me pidió que la ayudara. Que sacara a su hermana. Que filtrara información a Viktor. Pero cuando llegó la orden… no pude. No tuve el valor.
—¿Qué orden?
Marco la miró. Y fue como si por primera vez se quitara una máscara.
—Silenciarla.
Danaé lo abofeteó.
Una sola vez.
Con fuerza.
Marco no se defendió.
—Entonces ya no somos nada —dijo ella con voz firme—. Y si algún día cruzas esa puerta con una orden más… asegúrate de no fallar.
Marco se fue.
Pero algo quedó flotando en el aire.
El peso de la verdad.
El peso de la traición.
Esa noche, Danaé recibió otro sobre.
Dentro, una sola hoja:
“ALFA-N activado. Transferencia de control en 72 horas. Prioridad: eliminación del nodo D.”
Y debajo:
Nodo D = Danaé Cassel.
El sistema ya no la veía como amenaza.
La veía como un error que debía corregirse.
Fue entonces que Viktor entró a su habitación.
Sin pedir permiso.
Sin corbata.
Sin armadura.
—Lo sé —dijo—. Sé que ALFA-N emitió la orden. Sé que eres tú el blanco.
—¿Y vas a detenerlo?
—No puedo.
—¿No puedes o no quieres?
—No sin destruir todo lo que he construido.
Danaé se levantó. Caminó hacia él.
—¿Y si no es todo lo que construiste lo que debe arder… sino tú?
Viktor la miró.
No con rabia. Con resignación.
—Entonces arderé.
Un silencio.
Largo.
Crudo.
—¿Me amas? —preguntó ella.
—Sí. Pero no como debería.
—¿Y yo?
—Tú aún no lo sabes.
—Sí lo sé —susurró Danaé—. Y por eso duele tanto.
Esa noche, hicieron el amor como si fuera la última vez.
Y tal vez lo era.
Porque en el fondo, ambos sabían que ya no estaban en el mismo lado.
No del sistema.
No del amor.
No del final.
Antes de dormir, Danaé escribió en su libreta:
Objetivo 8: Destruir ALFA-N.
Y si Viktor se interpone…
entonces yo también arderé.
Porque amar a un imperio era una locura.
Pero amarlo… y tener que derribarlo con tus propias manos…
eso sí que era una tragedia en construcción.