Contrato floral con el Ceo

2. La madre de tu hijo

Callie

La clínica huele a desinfectante y ansiedad.

Tres mujeres esperan sentadas en la reducida sala.

Una sostiene una carpeta llena de estudios mientras su esposo le acaricia la espalda en silencio.

Otra revisa su celular, pero su pareja no deja de mirarla, como si pudiera adivinar lo que piensa.

La tercera tiene el rostro escondido tras unas gafas de sol enormes, pero aprieta la mano de un hombre de traje que le susurra algo al oído.

Yo me siento en la única silla libre.

Sola.

Cruzo las manos sobre el regazo. Mis uñas están perfectas. Me las pinté anoche, como si unas cutículas bien cuidadas pudieran convencer a mi cuerpo de que, esta vez, sí, todo saldrá bien.

No tengo pareja conmigo. Sólo un sobre con mis resultados: cerrado, sellado y pesando como una maleta llena de expectativas rotas.

Derek sabe que estoy aquí. O, en teoría, sabe que tenía una cita médica importante… aunque nunca se tomó el tiempo de preguntar en qué clínica ni con qué doctora.

Él sólo se encarga de pagar las cuentas.

Y eso debería hacerme feliz, ¿no?

Mi pareja es un abogado exitoso que paga sin preguntar, que no me obliga a dejar de trabajar para tenerme en casa atendiéndolo. Me deja tener «mi propio dinero».

No muchas mujeres pueden presumir de eso.

Sin embargo, a veces siento que sólo me deja trabajar para mantenerme lejos de su mundo.

No suele llevarme a sus cenas de negocios, y mucho menos a las fiestas del bufete. Siempre dice que me aburriré con los temas que se hablan allí. Que son personas con muchos estudios… y yo no terminé los míos.

A veces pienso que se avergüenza de mí.

Sacudo la cabeza. Es una locura.

¿Cómo puedo pensar eso de Derek?

Él quiere que sea la madre de sus hijos. Por eso paga todos estos tratamientos.

Por eso insiste.

La recepcionista me llama por mi nombre. Me levanto con los músculos tensos y las manos frías.

Una enfermera me guía por un pasillo silencioso, de paredes blancas y una luz intensa que todo lo baña del mismo color.

—La doctora Simmons la está esperando, pase —me indica con amabilidad.

El consultorio también es blanco. Hay orquídeas en una esquina y diplomas enmarcados en la otra.

La doctora Simmons me recibe con una sonrisa serena que, de algún modo, me brinda una extraña calma. Una calidez silenciosa que me recorre el pecho.

—Hola, Callie. Qué bueno verte. ¿Cómo te sientes hoy?

Es una mujer afroamericana de unos cuarenta años, considerada una de las mejores ginecólogas de esta parte del país. No fue fácil conseguir una cita con ella. Pero insistí tanto —al borde del llanto— que la recepcionista acabó apiadándose de mí.

—Nerviosa —respondo, sincera, al sentarme frente a su escritorio.

—Es normal. Respiremos profundo y veamos lo que tenemos, ¿te parece? —dice con esa misma sonrisa que, por alguna razón, me calma un poco más.

Asiento, clavando la mirada en mis manos mientras ella abre la carpeta.

Pasa las hojas con rapidez, y yo sólo escucho el leve crujido del papel mientras mi corazón martillea en las sienes.

Finalmente, se detiene en una hoja. Levanto la mirada y encuentro una sonrisa.

Y esa sonrisa casi me hace sonreír a mí también, pero me contengo. No quiero cantar victoria antes de tiempo.

—Tus resultados están muy bien —dice con tono suave—. Tus niveles hormonales están dentro del rango ideal, la reserva ovárica es excelente para tu edad y no hay señales de anomalías estructurales.

Muevo los pies, inquieta. Un hormigueo me recorre el cuerpo entero.

—¿Eso significa que…?

—Significa que eres una candidata perfecta para la inseminación artificial, Callie. Podemos empezar el proceso en cuanto te sientas lista.

No respondo de inmediato.

Siento cómo se me llenan los ojos de lágrimas, pero esta vez no son sólo de tristeza. También hay alivio, rabia contenida y esperanza. Todo junto y latiendo muy despacio.

—¿Entonces… no tengo ningún problema?

La doctora sacude la cabeza con amabilidad.

—No. Todo se ve en orden —responde, y luego, con cuidado, añade—: A veces nos culpamos sin saber. Es más común de lo que piensas.

Asiento lentamente.

No puedo evitar pensar en Derek.

En todos esos silencios.

En las veces que me dijo que tal vez yo estaba estresada o que quizá no me estaba cuidando lo suficiente.

—¿Cuándo podríamos empezar?

—Cuando tengamos los estudios completos de ambos, te enviaremos las instrucciones para iniciar el proceso. De momento, todo está en orden contigo.




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