Contrato floral con el Ceo

3. La caída (literal) del CEO

Callie

Ha pasado una semana desde que vi a Derek acariciando el vientre de otra mujer.

Desde ese día, no ha regresado al departamento. A nuestro hogar.

Ni siquiera se molestó en darme una explicación. Nada. Solo me envió un mensaje corto y frío, con las palabras exactas para dejar en claro que estoy fuera de su vida:

«He dejado pagados tres meses más de renta. Tómate ese tiempo para buscar otro lugar. Después me mudaré con Macey».

¿Y una disculpa? ¿Era mucho pedir?

Quizá es mejor así. Una disculpa me habría hecho buscar más rosas para golpearlo.

Así que tengo tres meses para recoger mis pedazos, buscar una vida nueva y dejar atrás la que construí con él. Para abandonar este lugar que decoré, limpié y llené de flores… aunque Derek nunca las notó.

Camino por el departamento sobre los restos de nuestros recuerdos.

No es un sitio modesto. Es bonito, amplio y luminoso. Ubicado en Tribeca, Manhattan. Un lugar que parece tener espacio para todo, menos para mí.

No empezamos aquí cuando llegamos a Nueva York. Por supuesto que no. Al principio rentábamos un apartamento pequeño —y un poco feo— en Brooklyn. Pero hace un año logramos mudarnos a este sitio.

El lugar donde yo creí que educaríamos a nuestros hijos.

Y me sentía orgullosa de vivir aquí.

Aunque mi sueldo mísero no ayudaba demasiado con los gastos, yo había dejado todo por seguir a Derek y hacerlo feliz.

Me aferraba a la idea de que este lugar también era mío. Que mi amor, mis esfuerzos, mi cuerpo cansado después de cada jornada… habían ayudado a construir este espacio. Como si dividirme en mil partes para trabajar, ser ama de casa, ir al supermercado, lavar la ropa y cuidar a Derek me hubiera hecho merecedora de este hogar.

Pero no. Nunca fue mío.

Paso frente al espejo del pasillo y apenas me reconozco. No porque me vea distinta, sino porque ya no sé quién soy sin él.

En el respaldo de la silla del comedor, aún cuelga su camisa favorita. Ni esa vino a buscar. Tal vez ni se dio cuenta de que la olvidó… como me olvidó a mí.

En la florería, todo sigue igual.

Flores frescas cada mañana. Clientes con prisa. Ada riendo por cualquier cosa, pero aquí, cada noche se hace más silencio.

Ahora, este hogar será de otra mujer que sí pudo darle el privilegio de ser padre.

Ya es tarde para irme al trabajo, pero quiero ver mi hogar una vez más. Porque sé que pronto lo perderé… como he perdido todo en mi vida.

Todo está en su lugar.

Menos yo.

Pronto seré un mueble más, algo que Derek sacará de la casa como quien se deshace de lo que ya no sirve.

Las camisas de Derek siguen colgadas. Los frascos en el baño aún tienen su loción, su aftershave, su gel para el cabello.

No ha venido por nada.

Ni siquiera por mí.

Y yo estoy atrapada en esta especie de limbo:

No soy su novia.

No soy su esposa.

No soy madre.

No soy nada.

Sólo estoy. Como tantas mujeres que lo dieron todo por un hombre y, cuando él se fue, se quedaron paradas frente al espejo preguntándose quién eran antes de amar.

¿Quién soy?

No lo sé.

No recuerdo quién era antes de Derek, pero necesito encontrarla.

Necesito sacudirla, rogarle que venga por mí, que rescate a la Callie divertida y audaz que alguna vez fui.

Hoy me necesito más que nunca y no sé cómo encontrarme.

El barista ya limpió la máquina dos veces. Me mira de reojo como si esperara que me marchara, pero no tengo dónde ir.

Son casi las diez de la noche, y no quiero volver ya a mi —todavía— hogar. Necesito empezar a desacostumbrarme a ese lugar.

Llevo más de una hora aquí, sentada en la esquina de la cafetería con mi laptop abierta, un latte frío a medio tomar y el alma aún más tibia que la bebida.

He trabajado ambos turnos para reunir un poco más de dinero. Sé todo lo que implica firmar un nuevo contrato de arrendamiento y, por primera vez, me he tomado el tiempo de revisar sitios de bienes raíces.

Pero con cada clic, el nudo en el estómago se hace más grande.

Un estudio mínimo, con cocina integrada y vista a un callejón, cuesta más de lo que gano en un mes.

No quiero irme del barrio.

Me gusta caminar hasta la florería, pasar frente a los escaparates donde ya todos me conocen por mi nombre.

Pero este lugar ya no es mío.

Pronto, otra mujer lo ocupará.

Suspiro. Vuelvo a cargar la página. Me deslizo hacia abajo y, entre los anuncios laterales, aparece una imagen brillante: un hombre con un traje perfectamente ajustado, rodeado de luces, flashes y un telón de fondo que dice KAVAN en letras doradas.




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