Rowan
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Estoy muerto.
Lo supe en el momento en que mi cabeza se estrelló contra una mesa y sentí que me quedaban dos dientes menos.
La caída fue digna de los titulares que nunca leo:
«CEO de marca de lujo se desploma en cafetería de mala muerte mientras balbucea por un capuchino».
Brillante.
Cierro los ojos. El mundo da vueltas y no hay vino que lo detenga.
No sé si estoy en el infierno, en el vestíbulo del purgatorio o en un Starbucks. Pero cuando los abro de nuevo… la veo.
Una mujer.
Cabello castaño claro, ondulado.
Ojos como si hubieran llorado.
¿Es un ángel?
Claro, Rowan.
Un ángel.
Te golpeaste la cabeza y ahora estás muerto.
De verdad ese encabezado saldrá en todos lados.
Genial.
Habría preferido morir tirándome de un paracaídas o algo así… no golpeándome con una mesa en una cafetería.
Pero sí, estoy muerto.
Es lo único que explica que Callie —la florista que preparaba los ramos para Delaney— esté frente a mí, con esa expresión entre compasiva y curiosa.
Qué imagen tan trágica.
—¿Y San Pedro? —pregunto con las palabras torpes.
Callie parpadea un par de veces sin comprender, luego mira alrededor por unos segundos y vuelve la vista hacia mí.
—¿Quiere que llame a alguien llamado Pedro?
Asiento.
Niego.
Y un nudo me estrangula, a punto de hacerme romper en llanto.
»¿Señor Strathmore?
Mi boca forma un mohín.
Callie toma una servilleta, me la entrega y la acepto para secarme las lágrimas que todavía no caen.
—Por lo menos estoy en el cielo, ¿no?
Ella enarca las cejas de forma chistosa y contesta:
—Estamos en una cafetería, señor Strathmore.
Entonces vuelvo a mirar alrededor.
August espera por mi café y me dirige una mirada preocupada.
—¿No estoy muerto? —inquiero.
Callie niega.
—No, señor Strathmore. Se golpeó la cabeza. ¿Quiere ir al médico?
—¡No! —grito. Los clientes me miran, entre sorprendidos y apenados—. Odio a los médicos.
—De acuerdo —musita Callie—. No iremos al médico.
—Sólo quiero mi café y… —suspiro y callo.
¿Qué quiero?
Que todo sea una broma. Eso quiero.
Una broma de pésimo gusto, pero una broma.
Una broma en la que Delaney no terminó engañándome con mi hermano.
August regresa en ese momento con mi café y dice:
—He estacionado mal el automóvil, señor Strathmore. ¿Puede quedarse aquí un momento mientras busco un mejor sitio para aparcar?
Asiento mientras contemplo mi café.
August suspira hondo y se marcha.
Callie también abandona la mesa, y me quedo solo. Totalmente solo.
Bebo un poco de mi café mientras intento asimilar el desastre de lo que debió ser una de las mejores semanas de mi vida, pero terminó en tragedia.
Delaney y yo teníamos dos años de noviazgo. Dos años de fidelidad y lealtad. Algo completamente nuevo para mí.
Ella estuvo a mi lado cuando mi padre falleció. Y aunque no éramos especialmente cercanos, su ausencia, claro que me afectó.
Me aferré a Delaney como un náufrago a una tabla de madera. Era mi salvación.
Pensé que estar con alguien que lucía perfecta en las fotos, con quien se podía hablar de arte moderno y esquivar emociones complicadas, era suficiente.
Hasta que no lo fue.
Ella y Nash.
Mi hermano.
El mismo que ha sido un dolor de cabeza desde que dejó la universidad porque «el espíritu creativo no puede encerrarse en aulas».
Pues ahora ese espíritu creativo tiene la boca de mi novia sobre la suya…
Terminé enterándome por una llamada anónima cuando me dirigía a firmar los últimos documentos para comprarle la camioneta a Delaney.
El ramo iba en el asiento trasero, conmigo.
El tipo que limpia el penthouse pensó que era buena idea advertirme que «quizá no quiera entrar al departamento en ese momento».
Tenía razón.
No quise.
Pero lo hice. Porque aquello era una locura.
Delaney y yo no nos amábamos con locura ni nada parecido. Éramos buenos compañeros. Un equipo funcional. Pero nunca la creí capaz de engañarme.