Callie
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—¿Quieres seguir viviendo en Manhattan, verdad? —suelta Rowan luego de permanecer callado varios minutos.
Lo miro por encima de la computadora y asiento.
Querer no siempre es poder, pero claro que quiero.
Por ahora, mis opciones están en Queens y el Bronx.
—¿Te gustaría vivir en el Upper East Side? —pregunta, con renovado interés. Incluso apoya los brazos en la mesa para acercarse más.
No sé qué me pone más nerviosa. Si la pregunta… o su proximidad.
Es un hombre guapo. Debe rondar los treinta años, e incluso desalineado se ve bien. Es notorio que cuida de su cuerpo, que debe hacer ejercicio todos los días, y que sabe lo atractivo que es.
Todos los hombres atractivos saben que lo son.
Como Derek.
Pensar en él vuelve a doler, pero aparto ese sentimiento para responder:
—¿Quién no querría vivir ahí?
El señor Strathmore hace una mueca y mueve los hombros de forma graciosa. Sigue borracho.
—Se me ocurren algunas personas, pero el punto es que… ¿en verdad te gustaría vivir ahí?
Su pregunta es extraña, pero asiento.
»Yo vivo ahí.
—¿Sí?
No me parece extraño.
De hecho, tiene bastante sentido.
—Sí… —Y se inclina un poco más. Está a punto de derramar su café—. ¿Te gustaría vivir conmigo?
—¿Qué?
Mi reacción inmediata es incorporarme, sin dar crédito a lo que acabo de escuchar.
—Espera, espera —me pide, extendiendo los brazos pero sin tocarme—. Me expresé mal. Lo que quiero decir…
—No sé qué impresión le he dado, señor Strathmore, pero yo no estoy buscando nada de ese tipo de «trabajo».
Recojo mi computadora y la guardo en el bolso que me cuelga del hombro.
—¿Ese tipo de trabajo? —repite él, desconcertado.
Aprieto los labios, avanzo unos pasos hacia su lado y digo en voz baja:
—No soy… ese tipo de mujer.
Trago duro, sujeto con más fuerza el asa del bolso y salgo disparada de ahí con las mejillas ardiendo de vergüenza.
El frío de octubre me golpea en la cara apenas salgo. No tengo mi suéter. No sé por qué lo olvidé. Tal vez mi cabeza es un desastre…
Y ahora, todo empeora con el ofrecimiento del señor Strathmore.
—¡Callie! —llama él.
—¡No, señor Strathmore! —exclamo sin detenerme—. ¡No haré semejante cosa!
—¡Es que no te he pedido «eso»! —insiste, alcanzándome hasta caminar a la par—. Jamás te faltaría el respeto de esa forma, Callie.
Me detengo.
Él continúa unos pasos, luego se da cuenta y regresa caminando hacia atrás, como si quisiera desarmarme con torpeza.
Y lo logra.
Consigue hacerme sonreír.
Y esa sonrisa me duele en las comisuras de los labios. Llevaba días sin lograr una.
—¿Entonces? —pregunto, todavía a la defensiva—. Porque fue un ofrecimiento muy extraño.
—Lo que quiero decir es…
Arrastra la «s» durante unos segundos, como si intentara darle forma a algo sin nombre, y luego calla, frustrado.
Enarco una ceja. Echo un vistazo alrededor y descubro a su chofer esperándolo unos metros más adelante.
Quizá debería ir y avisarle que su jefe se ha «atorado» por borracho.
—Es tarde, debo irme —suspiro—. Buenas…
—¡No, no! —reacciona enseguida—. Estoy intentando encontrar las palabras para explicarte esta locura sin que te burles de mí.
—No me burlaría de usted, señor Strathmore.
—¿Segura? —pregunta, metiendo las manos en los bolsillos de su elegante pantalón desalineado—. Porque es para burlarse…
Suelto otro suspiro, ya no sé si de resignación o simple curiosidad.
—Sólo dígalo. Escucho.
Él toma aire, saca las manos de los bolsillos y me suelta el disparate más grande que he escuchado en los últimos meses:
—¿Y si… nos casamos?
Parpadeo. El frío abandona mi cuerpo por la pura indignación.
—Perdón… ¿usted se está burlando de mí?
—¡No, Callie! —exclama, visiblemente apenado y otra vez con los brazos extendidos, como si la distancia entre nosotros pudiera acortarse con gestos—. Piénsalo… Tú y yo.
Comienza a enumerar los puntos con los dedos de la mano.
»Un matrimonio, firmas, papeles… Todo muy burocrático… Y, por supuesto, no para siempre…
Él respira hondo ante mi estupefacción.
»Sólo hasta que pase el plazo de la cláusula. Tres meses. Cuatro como mucho… por si hay alguna revisión legal después.