Contrato floral con el Ceo

6. El inicio del trato (¿o del desastre?)

Callie

Vivo en Manhattan. Estoy acostumbrada a ver estos edificios enormes con los cristales que reflejan el cielo neoyorquino y, aun así, siento que jamás había estado de pie frente a uno.

Tal vez es porque, en unos momentos, firmaré un contrato que cambiará por completo mi vida.

Pasaré de preocuparme por la renta a elegir las cortinas para decorar mi nuevo departamento que, por supuesto, estará en el Upper East Side.

«Toma eso, Derek», pienso, con los puños apretados.

Creo que alguien una vez me comentó que, cuando terminas una relación, atraviesas las etapas del «duelo» y que una de éstas es la «ira».

Bien. Estoy en esa etapa, sin duda alguna.

Lo sé porque, por la mañana, quise hacer una fogata en el balcón con toda la ropa de Derek.

Me contuve porque es abogado y supuse que me demandaría.

A veces es así, un poco «payaso».

Entonces sonrío porque… antes jamás me hubiera permitido pensar así sobre él.

Era mi héroe. Pero el velo se ha caído lentamente y empiezo a recordar cosas sobre él que… no me gustaban tanto.

Bueno, espero que lo que estoy a punto de hacer tampoco le guste mucho a Derek.

Tomo aire, levanto la barbilla y me interno en el lujoso edificio de veintiséis pisos de vidrio.

El señor Strathmore me envió la dirección y el nombre del abogado que se encargaría del contrato. Bueno, lo hizo su asistente.

Solamente han pasado dos días desde nuestro encuentro en la cafetería. El tiempo necesario, supongo, para poner en orden todo y echarnos este tremendo compromiso sobre los hombros.

«Tú puedes, Callie», me digo mientras me dirijo hacia la recepcionista con mis esplendorosos tacones —que no son míos, son de Ada—, un vestido azul que no uso desde la boda de mi prima y un bolso que pretende ser de diseñador.

Madre de Dios.

El señor Strathmore de seguro notará que es una imitación, ¿cómo no pensé en eso antes?

Ya tengo cara de terror cuando me detengo frente a la recepcionista que no borra su sonrisa amable.

—Buenos días —titubeo, y por supuesto, los nervios me hacen olvidar el nombre del despacho de abogados.

Rebusco en el celular mientras la recepcionista, impecablemente maquillada, me observa sin borrar esa sonrisa que parece llevar tatuada en el rostro.

»Vengo de parte del señor Strathmore… Tengo una cita con el despacho Wellesley & Partners.

—Décimo piso, oficina 1007 —responde al instante, como si supiera exactamente quién soy y a dónde voy desde antes de que lo dijera. Un segundo después lo confirma—: El señor Strathmore pidió que la acompañen en cuanto llegue.

Y justo entonces, un hombre con un traje tan perfectamente entallado que parece sacado de una revista, aparece a mi lado. No lo había visto antes, aunque probablemente ya estaba ahí y mis nervios no me permitieron notarlo.

Suelto un respingo, murmuro un agradecimiento y me dejo guiar hacia el ascensor más cercano.

El interior del edificio es todo elegancia en tonos metálicos, ventanales enormes, arte abstracto y el repiqueteo de los tacones y zapatos caros de decenas de personas que atraviesan la recepción como si el mundo dependiera de su próxima reunión.

Me recuerda al edificio donde trabajaba Derek. No tan lujoso, pero casi.

Él no tenía que preocuparse por la comida, el supermercado o la ropa sucia. Para eso me tenía. Sólo debía concentrarse en trabajar, en ser el mejor, porque yo quería que lo fuera. Me esforzaba en ser la mujer que tendría el honor de convertirse en su esposa.

Un nudo se forma en mi garganta cuando abordamos el ascensor y las puertas se cierran.

Muy tarde aprendí que entregar todo no garantiza que te devuelvan nada.

Subimos sin hablar. Pronto llegamos al décimo piso. El hombre me permite pasar primero y luego me guía por un pasillo impecable hasta la oficina 1007. Abre la puerta con suavidad y anuncia:

—La señorita Greenwood.

Una secretaria elegante, con gafas de pasta y aire eficiente, me dedica una sonrisa cordial y asiente.

—El señor Wellesley estará con usted en un momento. Por favor, tome asiento.

Tomo asiento en el sofá de la sala de espera, una extensión del edificio en general: minimalista, silenciosa, envuelta en tonos metálicos y sobrios que parecen exigir compostura.

Me siento derecha, muy derecha, como si con eso lograra que este vestido se viera menos barato. Mientras tanto, repaso mentalmente lo que quiero pedir.

El señor Strathmore, a través de su asistente, me pidió que elaborara una lista con mis condiciones para el contrato. Pero… no supe qué anotar.

Mi lista permanece en blanco.

Sólo quiero lo que me prometió: el dinero y el departamento. Con eso me las arreglaré. Sé trabajar. Puedo valerme por mí misma. Sólo necesito ese pequeño «empujoncito» que se traduce en varios miles de dólares y un nuevo hogar en Manhattan.




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