Contrato floral con el Ceo

8. Cactus, relojes… y otras reglas peligrosas

Callie

Todavía lo miro con desconfianza cuando acepto su lista de «innegociables», sin querer detenerme demasiado en lo que provoca esa sonrisa suya.

—¿Y si son una lista de mandatos absurdos? Algo como «no respirar cerca de mis trajes» o «no tocar mi colección secreta de relojes carísimos».

—Ya estás respirando cerca de mis trajes —responde con calma—. Y no tengo una colección de relojes. Aún.

—¿Un CEO sin colección de relojes? Qué cosa más rara —bromeo.

Él esboza una media sonrisa y se recuesta un poco en la silla. Yo aparto la mirada de inmediato, tratando de no pensar en lo bien que se ve así, tan relajado.

«Esto es peligroso», me digo, mientras intento concentrarme en su lista. Pero me encuentro con una letra tan elegante como él, y eso sólo aumenta mis nervios.

Por años pensé que todos los hombres tenían una letra horrible como Derek o como mi papá. Pero la del señor Strathmore… es preciosa. Parece de molde.

¿Qué habrá pensado de la mía?

Saco esos pensamientos de mi cabeza con un sacudón y me obligo a leer:

—Uno, si estás enojada, dilo. No interpreto indirectas ni disfruto jugar a adivinar emociones.

Lo miro por encima del papel.

»Compartimos la misma regla.

—Es importante —coincide él—. No podemos aplicarnos la ley del hielo desde la primera semana.

—¿O sea que no podré decirte el clásico «no me pasa nada»?

—Correcto. Tampoco los «haz lo que quieras» con esa mirada que en realidad significa «si lo haces, olvídate de tu colección de relojes».

—¿No que no tienes una?

—Aún.

Y vuelve a dibujar esa sonrisa ladeada que en mi cabeza ya está gritando: peligro, peligro, Callie, peligro.

Trago saliva y bajo la vista a la hoja otra vez.

—Dos, no uses mis camisas como pijama. Aunque lo niegues, sé cuándo lo haces.

Levanto una ceja.

»Eso suena muy específico. ¿Te ha pasado?

—Varias veces. Hay una especie de conspiración femenina con eso. No lo permitiré otra vez.

—¿Y si la camisa es demasiado cómoda?

—Entonces te compraré varias iguales a las mías.

Intento no reír, pero no lo logro. Sigo leyendo:

—Tres. Nada de reguetón en el penthouse… ¡¿Es una broma?!

Levanto la mirada, indignada, pero él sólo amplía su sonrisa.

»No es posible… —digo—. ¿Nada de Bad Bunny?

—En absoluto. Hay audífonos para eso.

Me llevo una mano al pecho, fingiendo dolor.

—Eres más estricto que Spotify con su plan familiar.

Él sonríe, impasible.

Yo finjo retomar la lectura, pero empiezo a tararear «DtMF» de Bad Bunny, y eso sí lo hace soltar una carcajada.

Dibujo una sonrisa, y entonces, por unos eternos segundos, siento que el señor Strathmore me mira de una forma… diferente. Así que detengo mi improvisado karaoke y vuelvo a enfocar la hoja:

—Cuatro. Nada de mascotas. No mantienes vivos ni los cactus.

Y paso de la sonrisa a la ofensa.

—¡Eso no lo sabes!

—Tu amiga Ada lo publicó en sus historias destacadas. Tenías un cactus llamado George. Duró cinco días.

—¡¿Cómo sabes eso?!

—Tenía que investigar un poco a mi futura esposa, ¿no crees? —dice con naturalidad.

Y lo entiendo. Debería molestarme más saber que me investigó, pero… tiene sentido. Además, no tengo nada que ocultar.

Mi vida ha sido bastante aburrida y monótona.

—¡Estaba enfermo!

—Era un cactus. Y eres florista, deberías saber cuidarlo, ¿no?

Niego, indignada.

—Era un cactus, no una flor y te digo que estaba enfermo.

Él ríe por lo bajo y menea la cabeza.

Yo resoplo y, finalmente, leo la última cláusula:

—Cinco. No me mientas, aunque creas que la verdad pueda molestarme. Puedo manejar la verdad. Lo que no tolero es sentirme manipulado.

Mi sonrisa se desvanece. Esa línea… tiene algo escondido.

Levanto la vista. Él ya no sonríe. Me sostiene la mirada con seriedad, como si esa cláusula no fuera una advertencia, sino un eco del pasado.

—Anotado —susurro—. Nada de mentiras.

Él hace un leve asentimiento, extiende la mano hacia mí y pregunta:

—¿Tenemos un trato?

Asiento y acepto su mano.

—Tenemos un trato, señor Strathmore.




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