Contrato floral con el Ceo

9. Prada, vino y verdades incómodas

Callie

El almuerzo es una estrategia. Y una buena.

Lo supe en cuanto el anfitrión pronunció el apellido «Strathmore» y casi se le endereza la columna vertebral de la emoción. Lo confirmé cuando los meseros nos escoltaron hasta la mejor mesa del restaurante: junto a la ventana, justo donde la luz natural cae perfecta… para las cámaras que esperan afuera.

Mi nueva y costosa bolsa Prada, color nude, descansa en mis piernas. Es tan bonita que no sé ni dónde ponerla. No quiero dejarla sobre mi regazo con el riesgo de mancharla.

Rowan revisa el menú, aparentemente concentrado, pero entonces levanta la mirada hacia mí.

—¿Te ayudo?

Asiento, con timidez.

Él cierra el menú, sonríe y toma mi bolso al mismo tiempo que llama a un mesero. Estoy demasiado nerviosa como para escuchar lo que le susurra.

Intento calmarme. Supongo que almorzar en sitios como este será algo cotidiano durante los próximos meses de mi vida. No debería impresionarme el mármol blanco, ni los jarrones dorados, o los clientes que parecen vestidos para una alfombra roja. Hasta me siento mal vestida. Probablemente lo estoy.

El mesero sólo llama a otro, y este se acerca con… ¿un pequeño banco acolchado?

¿Mi bolso tendrá su propio asiento?

No sé qué expresión pongo, pero Rowan suelta una risita baja cuando volvemos a estar a solas.

—Tu bolso cuesta más que algunas obras de arte. Puede tener su asiento propio.

Y mi quijada cae.

¿Mi celular está dentro de un bolso que cuesta eso?

¿Y si explota? El pobre móvil es viejo.

—Lo cuidaré mucho y lo devolveré impecable —digo, recomponiéndome un poco.

—Oh, no, nada de eso —niega, volviendo a tomar el menú—. El bolso es tuyo.

—¿Perdón?

Él vuelve a mirarme, un poco sorprendido.

—Lo decía el contrato, Callie. Es mi responsabilidad darte los medios necesarios para desempeñar este acuerdo —explica, de forma cortés, y vuelve a leer el menú.

Sí, recuerdo esa parte del contrato, pero no pensé que se refiriera a bolsos que cuestan semejantes cantidades.

Suspiro hondo. Tomo el menú. Es una carpeta de cuero con letras doradas, quizá el menú más sofisticado que mis manos mundanas han tocado.

Lo abro… y me desinflo.

Kleftiko. Avgolemono. Stifado. Fasolada. Paidakia.

Sólo entonces —sí, hasta este preciso momento— repaso el restaurante con la mirada y noto que es de comida griega.

Pensé que era comida francesa. De esa conozco un poco, pero… ¿comida griega? En mi vida la he probado.

—Comida griega —digo en voz baja.

Rowan cierra su menú. Parece que ya sabe lo que ordenará, y me dedica una mirada paciente.

—¿Nunca has probado la comida griega?

—No.

Él enarca una ceja.

—No te creo.

—Pues no —insisto, encogiéndome de hombros—. Pensé que iríamos a un restaurante francés.

—Quería darte una sorpresa.

—Pues sí, me la diste —sonrío con nerviosismo y vuelvo a mirar el menú—. ¿Elijo al azar? ¿Todo es bueno?

Él se inclina hacia mí, y el aroma de su costosa colonia llena mis pulmones. Es deliciosa. De esas fragancias que te hacen desear abrazar la sábana donde durmió tu novio a la mañana siguiente, sólo para seguir oliéndolo.

El rubor se apodera de mis mejillas. Me tiemblan un poco las manos. Y un caballo desbocado toma a mi corazón en su silla de montar y empieza una carrera maratónica.

«Es normal», me digo. «Es un tipo guapo».

Rowan levanta la mirada hacia mí, y… sus ojos lucen anormalmente pálidos con la luz del sol entrando por la ventana.

¿Cómo una chica podría tirar por la borda el amor de un hombre como él?

Se queda así, observándome de cerca. Y… si fuéramos pareja de verdad, bastaría con que cualquiera de los dos se inclinara unos centímetros más para que ocurriera un beso.

Un beso.

Sí. En algún momento tendremos que besarnos.

El rubor se intensifica. Siento el calor en mi rostro y una irremediable necesidad de humedecerme los labios.

Rowan aparta la mirada de mis ojos… y se detiene en mi boca. Ese simple gesto provoca que el caballo que lleva a mi corazón se desboque aún más, galopando hacia un cerro de emociones que amenaza con hacerme desfallecer sobre la mesa o —en el peor de los casos— justo encima de mi costosísima bolsa Prada.

Y entonces, un movimiento por el rabillo del ojo captura mi atención.

Hay un hombre con una cámara fotográfica y un enorme lente «escondido» detrás de un automóvil, al otro lado de la calle.




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