Contrato Matrimonial: La Esposa Perfecta

CAPÍTULO II

Omnisciente

—¡Bájeme, animal! —gritó ella. No se detuvo. Continuó insultándolo mientras Eros arremetía contra su trasero.

Entre gritos y golpes, que ambos disfrutaron, avanzaron hasta la habitación a la que los guiaron. Eros dejó a Adhara en el suelo, en un costado de la habitación, y ella, dándose la vuelta, mostró la vergüenza que sentía al estar desnuda frente a él: un hombre superior a cualquier fantasía que hubiese podido tener en toda su vida.

Eros, aquel hombre tan parecido a las descripciones de aquella entidad griega, debía ser producto de su imaginación. Estaba segura de eso.

—Tome —dijo él mientras se quitaba el saco y la cubría al ver que temblaba de frío por su desnudez.

Sus manos reposaron sobre las caderas de Adhara antes de girarla y, con suma dedicación, encajó cada botón en el ojal.

—Se equivocó —lo interrumpió ella, desviando su atención de su cuerpo y atrayéndola a sus ojos—. Es mejor que regrese y escoja a alguien más. Llévese a Monique; está tan desesperada que puedo jurar que le lamería las botas —sugirió, tratando de huir de sus brazos.

—La escogí a usted, número veinticuatro —le impidió avanzar, y ella se atrevió a sonreír al escucharlo pronunciar su número.

Ambos sabían que era un completo error, pero Eros se mantuvo firme en su decisión.

—Va a arrepentirse —pronosticó Adhara, imaginando lo que sucedería si él continuaba actuando de forma irracional.

—Quien lo hará será usted, señorita, y espero que sepa hacerlo de rodillas —espetó Eros, y los ojos de la pelirroja casi se salieron de sus órbitas. Contuvo la respiración.

Debido a la diferencia de altura, Eros llevó su mano al rostro de Adhara y la acarició con delicadeza. Uno de sus pulgares aceptó la tarea de delinear los delgados y apetitosos labios de la pequeña y rebelde mujer frente a él. Sin embargo, justo cuando por fin se decidía a eliminar la distancia entre ambos, dispuesto a devorar su boca, la puerta se abrió. Alguien los interrumpió.

—Señor Eros —apareció Madame Corbeau.

«Maldición, bruja», se dijo Adhara a sí misma por culpa de aquella interrupción. Deseaba besarlo, que él devorara sus labios, eso quedaba claro.

—Madame —saludó él, girando sobre su eje, dándole la espalda a Adhara.

—Me apena decirle que hizo una muy mala elección —aseguró.

—Permiso —dijo Adhara, estando de acuerdo con su maestra.

—Es mi dinero, yo decido en qué o en quién lo despilfarro —sentenció. Eros no tenía duda de que su decisión podría causarle dolores en todas sus cabezas, pero era la correcta.

Necesitaba una esposa y su relación debía ser lo más parecido a la de una pareja real, y con la rebeldía, insolencia y todos los defectos de la pelirroja, lo conseguiría.

En contra de las palabras de ambas mujeres, Eros continuó. Dio paso a la firma de cada uno de los documentos, mientras Adhara observaba todo a su alrededor. Estaba rodeada de personas conocidas, entre ellas trabajadores de la Academia, que servía como fachada para la venta de mujeres como ella, formadas para complacer a hombres poderosos y adinerados. También había personas que eran completamente desconocidas para ella, pero el único que llamaba su atención y capturaba en un instante su mirada era aquel hombre a su lado: su esposo.

—Jamás la amaré —aclaró Eros de inmediato, con la intención de aniquilar cualquier esperanza que habitara en ella—. Será mi esposa, mi objeto, pero en nuestra relación nunca se involucrarán sentimientos —sentenció firmando el contrato sobre la mesa, preparándose para hacer mención de las cláusulas—. Deseo que entienda, cumplirá con sus deberes, por lo que cuando lo requiera, dejará la puerta de su habitación abierta, me esperará desnuda, sobre la cama, y va a obedecerme…

—¿Por qué me compró?— No le permitió continuar. Se atrevió a cuestionarlo, considerando que Adhara se encontraba allí en contra de su voluntad, y de todas las mujeres en ese orfanato, ella era la menos agraciada e inteligente, o eso indicaban sus notas. Era inferior a las demás.

—No le interesa, solo obedezca —exigió. Sin embargo, la curiosidad y la cantidad de preguntas que rondaban la mente de Adhara comenzaban a enfadarlo.

Era guapo y, posiblemente, no la tenía chiquita, y en definitiva, debía ser muy juguetona. Ese guapo, fuerte y mal encarado espécimen podría tenerla a ella y a mil mujeres más sin necesidad de comprarlas.

—Señor…

—¡Qué te calles, Adhara! —La interrumpió la señora Corbeau, la mujer que estaba vendiendo su cuerpo—. Si tiene que emplear la fuerza para hacer que obedezca, está en todo su derecho —sugirió satisfecha, pues de ese modo fue que la educó.

—Pero…

—¡Cállate! — El señor Bellerose la detuvo, sujetó su mentón, enterró sus dedos en la pálida piel de la joven a su lado y vociferó—: Tendré que enseñarte a obedecer a las malas —amenazó, y ella solo rió.

—Newton Bellerose —pronunció el nombre de su futuro esposo—. En definitiva, le queda mejor Eros, porque Newton, de inteligente, no tiene ni un pelo —volvió a sus bromas y solo se imaginó dos lugares en donde no poseería ni un vello: uno era su torso, y el otro quedaba al sur de su cuerpo. El último, probablemente, le hacía elegirla.




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