Contrato Matrimonial: La Esposa Perfecta

CAPÍTULO XI

Omnisciente

Suiza…

—¡Papi! —gritó Gisselle emocionada al verlo en la puerta de su salón de clases.

Abandonó su silla y corrió de inmediato a los brazos de su padre, quien, al arrodillarse para recibirla con más comodidad, se sintió avergonzado por haber irrumpido en los últimos minutos de la clase.

—Lo siento —se dirigió a la maestra mientras acogía a la pequeña en sus brazos.

—Tranquilo —la maestra sonrió, y él se alejó.

Mientras caminaban, Gisselle no se detuvo. Entre sus pequeñas manos, sujetó el rostro de su padre y, con cada paso que él daba, lo besaba, demostrándole lo mucho que lo extrañaba. Pero él no se quedó atrás, puesto que el amor que sentía por ella era tan grande que la pequeña consiguió hacerlo llorar.

—¿Estás triste? —se preocupó. Limpió sus lágrimas antes de besar, una vez más, su mejilla.

—Todo lo contrario, estoy feliz de volver a verte, mi amor, muy feliz —confesó.

Solo dos mujeres en toda su vida eran merecedoras de sus lágrimas: la mujer que nunca olvidaría, pues dejó una huella en su alma y en su corazón, Angelique, y su pequeña Gisselle, quien era idéntica a su madre.

—Yo también te amo —volvió a besar su mejilla.

Gisselle era una versión en miniatura de Angelique: cabello cobrizo, ojos verdes, pequeña estatura, aunque, para sus casi nueve años, era un poco más alta que los niños de su edad. También era divertida y muy mandona, como su madre. Tenía el temperamento de su padre porque él la había criado durante años, pero era tan cariñosa como Angelique. Gisselle no era biológicamente su hija, pero la amaba incondicional e irracionalmente.

Se arrepentía de haberla enviado lejos, puesto que el internado se encontraba en Suiza. Sin embargo, la verdad era que no sabía cómo ser un padre, y, sumado a la atención constante de los medios de comunicación sobre la pequeña, lo mejor era mantenerla en un entorno seguro y con personas que pudieran guiarla de la mejor manera.

—Entonces, deja de llorar y vámonos —exigió, y Newton achicó los ojos—. ¿Con esos ojos feos mirabas a mi mami y a mi abuela? No lo creo, Newton Bellerose —se cruzó de brazos, reclamando, ya que su actitud no era la mejor.

—Ella no era tan mala como tú —se quejó antes de reír—. Primero terminas clases y luego nos marchamos; las maletas ya están listas.

Siempre que la visitaba, la llevaba de viaje. Iban a museos, sitios de atracciones, acampaban y recorrían algún lago, las mismas actividades que, en épocas de vacaciones, realizaban con su madre.

—No, la maestra no va a molestarse. Le avisé que vendrías y me dijo que no habría problema porque soy una niña buena —batió sus pestañas, pero Newton lo dudó. La conocía bien: era traviesa, y solo quienes la amaban podían soportarla.

—Terminas la jornada y nos vamos —sentenció, y la mueca que le obsequió fue idéntica a las de Angelique—. Regresa —la dejó en el suelo y caminó con ella de vuelta al aula.

—Papi… —puso cara de cachorrito, tan irresistible que ni Newton, tan insensible como era, pudo negarse, por lo que prefirió cerrar los ojos e ignorarla.

La pequeña sabía cómo manipularlo; era demasiado efectiva, ya que, cuando se trataba de ella, él era débil, sobreprotector, agresivo y, aunque muchos lo dudaran, también amoroso. Esa niña era un rayo de luz en medio de tanta oscuridad.

Cuando Gisselle volvió a su salón, Newton aprovechó para realizar algunas llamadas y estar al tanto de distintos asuntos personales, entre ellos, el motivo por el cual Adhara se parecía tanto a Angelique. Sabía que no eran gemelas, dado que la diferencia de edades era de más de siete años. Dentro de poco, Angelique cumpliría treinta y dos, mientras que su futura esposa solo tenía veinticinco.

—¿Qué encontraste? —preguntó impaciente, ya que llevaba días esperando aquella llamada.

—No hay registros de que los padres de la señorita Angelique tuvieran otra hija. No se hallaron fotografías de algún embarazo distinto al de ella, y los vecinos no recuerdan nada. Tampoco hay información en los hospitales ni en ningún otro centro de salud —respondió el hombre al otro lado de la línea.

—¡Carajo! Debe haber algo; no pueden ser tan parecidas y no tener ninguna relación —vociferó, comenzando a irritarse.

Necesitaba encontrar un motivo que explicara por qué Adhara se parecía tanto a Angelique.

—Encuentra algo, maldita sea, o considérate despedido…

Francia…

—Adhara —llamó Aurélie una vez más.

—Eros… —balbuceó, y Aurélie solo se rio.

Decía odiarlo, pero en las dos noches que llevaba fuera, no hacía más que llamarlo en sus sueños. Ni las mañanas se salvaban.

Se fue en la madrugada, y Adhara lo sintió, puesto que el desgraciado —así lo llamaría en su mente— la había mordido. Aunque no solo fue eso; también le puso las piernas a temblar, lo que ella asimiló como su única forma de disculparse, dado que, al parecer, las palabras y las emociones no eran su fuerte.

—¡Adhara! —la sacudió Aurélie.




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