Contrato Matrimonial: La Esposa Perfecta

CAPÍTULO XIII

Omnisciente

Suiza...

—¡Quiero un malvavisco! —pidió Gisselle mientras intentaba no quemarse.

Estaban acampando: habían hecho una pequeña fogata, preparado chocolate caliente y asado los malvaviscos que a la pequeña tanto le gustaban. Sin embargo, estaban demasiado calientes para su gusto.

—Espera —le pidió un poco de paciencia, pero, al igual que su madre, ella negó, solo por llevarle la contraria.

—¿Extrañas a mi mamá? —preguntó mirando al cielo, mientras Newton suspiraba al sentir cómo el aire frío le calaba hasta los huesos.

No solo la extrañaba, la necesitaba en cada segundo de su día, pero no podía devolverla a la vida, y eso le dolía profundamente.

—Mucho… princesa —respondió, haciendo una pausa para aclarar su garganta.

Odiaba que Gisselle mencionara a Angelique, ya que el recuerdo de su muerte y de su presencia en aquel suceso, lo llenaba de culpa y de un inmenso remordimiento. Ella estuvo allí.

—Yo la extraño mucho. Desearía que me leyera cuentos todas las noches antes de dormir; mejor aún, que se quedara conmigo toda la noche.

La pequeña sonrió y lo miró.

—También desearía que estuviera aquí, princesa —dijo acercándose para besarle la frente.

—¿Me lees un cuento? —pidió con ojos de cachorro. Sabía que su padre odiaba las historias de princesas, pero si lo suplicaba de la manera correcta, lograría convencerlo.

Newton detestaba esos relatos porque siempre ofrecían finales felices para los buenos y castigos para los malos, pero la vida real no era así. Angelique, para él, era casi una santa, y aun así había muerto. Nunca consiguió la familia feliz que tanto deseaba, ni el matrimonio de décadas que anhelaba. Lo que obtuvo por ser buena fue amar a un hombre que durante años la lastimó y que no supo cómo dejar de hacerlo. Un hombre que no la valoró lo suficiente y que, en poco tiempo, la vio partir de este mundo por una enfermedad que la ciencia no pudo curar.

En la vida, tanto buenos como malos recibían el mismo maldito castigo, y por eso odiaba darle ilusiones a su hija. Aquellos cuentos solo le mentían y la alejaban de lo cruel que podía ser el mundo. La amaba, pero no quería que, al crecer, se diera un golpe con la realidad y se desilusionara.

—¿Mejor te leo algo sobre las damas de la ciencia? —le propuso una historia más realista.

Desde hacía poco más de un año, había decidido reemplazar esas historias por libros de ciencia, que Gisselle no disfrutaba.

Ella se levantó, fue hasta la tienda de campaña y sacó de su mochila un libro de tapa rosada. Luego regresó al regazo de su padre.

—No, mira, tengo este. Recuerdo que era el favorito de mamá y también es el mío. Siempre lo leo antes de dormir, aunque no lo termino porque me canso, y la nana tiene que apagar la luz por mí.

Se rio, lo encontró gracioso, pero para Newton era algo triste que su hija tuviera que leerse a sí misma. Eso le revolvía el corazón.

—De acuerdo, tú ganas —accedió, y la emoción de la pequeña se expresó en un gran grito.

—Preparémonos —dijo, apoderándose de una manta y tomando las tazas de chocolate con malvaviscos.

Newton comenzó a leer, pero no pasó mucho tiempo antes de que Gisselle lo interrumpiera y tomara el mando de la lectura. Su voz delicada y armoniosa empezó a adormecerlo, cuando el verdadero objetivo era que ella se durmiera.

—No te duermas —le dio un pequeño golpe en el pecho, y él soltó un ronquido similar al de un cerdo.

—¡Gisselle! —elevó la voz, pero ella solo se rió.

—Sigues tú. Voy por aquí —indicó, señalando el punto en el libro.

Newton continuó leyendo, pero pronto notó cómo la cabeza de su hija empezaba a tambalear. Decidió terminar la lectura, se levantó con ella entre los brazos y la llevó a la tienda de campaña. La recostó suavemente, pero cuando estaba por irse, Gisselle lo detuvo.

—¿Sabes que te amo? —le dijo—. Por eso te prometo que me voy a portar bien, y seré tan buena que no hablaré de nuestro secreto con mamá, pero por favor, déjame vivir contigo, ¿sí? —suplicó.

La herida en el corazón de Newton, que ya se encontraba carente de sentimientos, se agrandó. Se esforzaba por hacer que la muerte de Angelique no afectara tanto a Gisselle, no de esa manera, pues sabía que debían seguir adelante. No obstante, las palabras de su hija siempre tenían ese efecto.

—Por favor —rogó.

—Descansa, mi amor —le besó la frente, y la pequeña sonrió, creyendo que por fin lo había conseguido.

Gisselle deseaba regresar a casa con su padre. No le gustaba vivir en el internado; lo extrañaba demasiado. Pero Newton no solo pensaba en protegerla de los medios de comunicación y de las personas que la atacarían para hacerle daño a él; también lo hacía para protegerla de sí mismo y de su tendencia autodestructiva.

Caminó lejos, hasta el punto en que sus piernas fallaron y terminó en el suelo, lamentándose. Estaba claro que, aunque intentaba protegerla, solo conseguía que Gisselle pensara que había algo mal en ella, por lo que la mantenía lejos. La pequeña creía que estar separada de su padre era su culpa, cuando en realidad era una decisión de él. Sabía que no era perfecto, mucho menos el hombre adecuado para criar a una niña.




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