Zinnia
Regularmente, los armarios de la mansión Langley eran grandes, pero justamente hoy estaban atiborrados de abrigos de piel de las mejores marcas del mundo, claro, era está la noche en la que las personas debían brillar y lucirse frente a los ojos del gran señor Thomas Langley, si lograbas obtener la atención de este hombre era seguro que tendrían un acceso completo a las reuniones más reservadas de la ciudad, a las que solo un limitado número de empresarios podían asistir.
Y esto claramente no era de mi incumbencia, cosas triviales que no debían importarme en lo absoluto, excepto por la terrible circunstancia en la que me encontraba. Sí, llevaba más o menos diez minutos encerrada en uno de esos "grandes" armarios, y sí, estaba repleto de abrigos, aunque no estaba sola, desafortunadamente. Quizás podría ser bueno tener compañía mientras esperaba a que uno de los invitados se fuese y tuviesen que venir por su abrigo, pero de estar con él a estar sola, preferiría morir en la absoluta soledad y la oscuridad de este asqueroso lugar lleno de distintos olores de perfume.
— Ni se te ocurra mover un solo brazo — Advertí ante la cercanía de ambos, que después de tantos minutos se estaba volviendo insoportable. Evan Blackwell no era ni sería nunca alguien a quien a mí me agradará, era arrogante, adinerado, egocéntrico, insensible y malditamente guapo, una de las peores cualidades que un hombre como él podría poseer, porque debí admitir, reuniendo y evaluando todo lo que él era, lo hacía irresistible, pero, de algún modo también insoportable, así que estar con en su compañía en la misma habitación, con el mismo oxígeno y sin nada de espacio que nos separará era lo peor que podría estarme pasando.
— Tranquila, ojitos, trataré de resistirme —respondió con voz ronca, saboreando las palabras y a pesar de la oscuridad juraba que estaba sonriendo el idiota.
Mi primer pensamiento había sido llamar a alguien, pero el destino se había encargado bien de esta broma, ya que al parecer ninguno de los dos tenía un teléfono y la idea de gritar era aún más estúpida que la otra porque con la música leve y el parloteo de todo era imposible que alguien nos escuchará. Intentaba mantenerme serena y pensando en cualquier cosa que no fuese él a centímetros de mí, pero había algo que me molestan en el brazo derecho, podría ser algún prendedor o cualquier gancho mal colgado, no sabía que era, aunque debí haber pensado mejor antes de mover mi mano para que dejase de molestarme, porque termine haciendo justo lo que advertí que él no hiciera.
— ¿Qué estoy tocando? — pregunté, cerrando los ojos con vergüenza a pesar de que él no podía verme.
— Estoy seguro de que sabes que es... — Susurro Evan, otra vez con esa voz candente y malditamente sexi que me ponía los vellos de punta.
Rápidamente, retiré mi mano, casi gritando de la vergüenza o quizás de la sinvergüenza de él, quien solo reía divertido ante la situación.
— Bien, ¿ahora yo? — preguntó divertido y yo abrí los ojos rápidamente y claro, mostrándome a la defensiva.
— Ni se te ocurra — Advertí.
— Descuida, ojitos, si no quieres no lo haré — afirmó.
— Por supuesto que no —exclamé exaltada y furiosa porque él no dejaba de reír.
— Esa manita no decía lo mismo —por inercia volví a cerrar los ojos, dispuesta a replicar y hacerlo tragar sus palabras, pero entonces la puerta se abrió, dejando entrar la luz de afuera y poder ver claramente lo que había imaginado, estaba demasiado cerca.
Exaltada por tenerlo a esa proximidad y ver qué uno de los sirvientes parado frente a nosotros, lo aleje rápido con ambas manos, provocando que se golpeara con la pared detrás de él. Quizás fue grosero, pero ni siquiera esperé a asegurarme que no le había partido la cabeza (en sentido figurado, claro, además de que sinceramente no me importaba), porque corrí como si mi vida dependiera de ello.
(Mi dignidad y orgullo frente al susodicho, sí, debía ver que él no me afectaba en lo absoluto).
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Yo no acostumbraba a beber, pero el vino de esa noche sabía de locura, tenía un toque bastante particular, delicioso si me lo preguntaban o quizás así lo comenzaba a describir después de tomarme dos copas repletas de un solo trago. Quería sacarme de la cabeza esa sensación que me había dejado estar en aquel armario y sobre todo el idiota de Evan, con quien yo siempre quedaba como una tonta.
— Señorita... —Suspiró Helena, el ama de llaves, mientras quitaba de entre mis manos — la busca su abuelo —. Volvió a decir antes de irse por dónde había llegado, pero llevándose con ella mi vino, mi última copa, ya que el mesero no había vuelto después de haberle exigido que llenara el recipiente dos veces y no exageraba, completamente lleno. Ese último trago que se llevó quizás me habría ayudado a tomar valor para dirigirme a la oficina del gran Langley, con quien debía decir era difícil hablar y más si por extraños motivos te llamaba para que fueses a su oficina, eso no podría ser nada bueno, aunque tuvieses el mismo apellido que él.
Desde prácticamente mi nacimiento he renegado una y mil veces la familia a la que pertenezco. Podría tener todo lo que yo quisiera, pero el peso del apellido era insoportable y, aunque lo había intentado, deshacerse de él era completamente imposible.
Zinnia Langley, la tercera nieta del exitoso empresario Thomas, mi nombre ahora yacía en una placa junto a la fotografía de la familia, justo junto a la puerta del abuelo, en donde después de tomar valor me encontraba. Esperaba salir viva de aquí, después de todo este mes no había hecho nada deshonroso para la familia (según yo). Tres toques a la puerta y se escuchó un profundo "Adelante", y la mano me tembló antes de tomar la perilla de la puerta.
Cuando logré abrirla, lo primero que capté fueron aquellos ojos azules y esa sonrisa idiota, pero sexi. En esas cuatro paredes, en ese momento, se encontraban las dos personas dueñas de todas mis malas palabras y terribles deseos: el abuelo y él... Evan Blackwell...
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Editado: 22.10.2024