El despertador sonó a las seis en punto, aunque Ariadna llevaba despierta mucho antes. El zumbido leve del refrigerador, el murmullo de los autos en la calle y la luz pálida filtrándose por la cortina fina eran la banda sonora habitual de su diminuto apartamento.
Cualquiera, después de ver las fotos de la noche anterior, pensaría que despertaba en una mansión: ventanales enormes, sábanas de seda, un vestidor infinito lleno de vestidos caros. La realidad era distinta. El techo tenía una grieta del tamaño de un lápiz, el armario apenas podía cerrarse, y la cocina estaba tan cerca de la cama que podía alcanzar la cafetera sin dar más de tres pasos.
Ese espacio, de paredes blancas algo gastadas, era suyo… pero no representaba en absoluto la idea que el mundo tenía de la “hija de un millonario”.
Ariadna había aprendido pronto que su apellido no venía con los privilegios que todos imaginaban. Cuando terminó la secundaria, su padre no le regaló un viaje a Europa ni un auto de lujo; le dio una carpeta con papeles de inscripción para la universidad y un “búscate una beca si quieres estudiar”. Y así lo hizo. Combinó clases con trabajos temporales: asistente en una librería, camarera en un café, recepcionista de medio tiempo. Todo para pagar lo que su apellido no cubría.
Era una ironía que nadie veía: tuvo que esforzarse más que muchos de sus compañeros para conseguir un puesto en la empresa que llevaba el nombre de su familia. Entró como asistente administrativa, con un contrato temporal y un escritorio en una esquina donde el aire acondicionado siempre estaba demasiado frío. Pasaron dos años antes de que le permitieran gestionar un proyecto propio. Dos años de llamadas filtradas, de informes revisados tres veces y de llegar antes que todos para demostrar que no estaba allí solo por su sangre.
Y entonces… todo se desplomó.
El escándalo, las denuncias, los titulares. La caída de su padre fue tan rápida que apenas tuvo tiempo de procesarlo. Lo que sí sintió fue la humillación, esa que se filtraba en cada mirada de sus compañeros de trabajo, en cada susurro que callaba cuando ella entraba en la sala de juntas.
Ahora, mientras se servía un café en una taza con una pequeña grieta en el borde, el sacrificio de años se le aparecía como una inversión perdida. Ya no estaba segura de si la nueva administración le permitiría quedarse en su puesto, ni de si el propio Dante Volkov no decidiría prescindir de ella en cualquier momento.
Dejó la taza sobre la mesa pequeña y se quedó mirando por la ventana. La calle se desperezaba con el ruido de un camión de reparto, el olor a pan de la cafetería de la esquina, el eco de pasos apurados sobre el pavimento húmedo. La vida seguía, ajena a la suya.
En su teléfono, una alarma marcaba la cita de las nueve en punto en Recursos Humanos. El mensaje de la asistente de Volkov era breve: “Puntualidad obligatoria. No falte.” Sin saludo, sin firma.
Ariadna suspiró, terminó su café y caminó hacia el pequeño armario. El vestido negro de la noche anterior colgaba allí, aún con el aroma sutil de la fragancia que habían rociado sobre ella. Lo apartó para alcanzar una blusa blanca y una falda lápiz gris; ropa sobria, neutral, que no llamara la atención. Esa era su estrategia: pasar inadvertida, sobrevivir al cambio, no dar motivos para ser despedida.
Mientras se vestía, recordó el momento en que su padre le dijo, sin remordimiento alguno: “Así es como funciona el juego, hija. Se gana y se pierde.”
Ella no había jugado. Ella había trabajado, estudiado, renunciado a salidas y a noviazgos, todo para ganarse un lugar que ahora pendía de un hilo.
Abrochó los botones de la blusa, tomó su bolso y, antes de salir, miró una última vez el pequeño apartamento. El lugar no tenía lujos, pero cada mueble, cada taza, cada libro había sido comprado con su propio dinero. En ese espacio, al menos, todo era suyo.
La puerta se cerró detrás de ella con un clic suave. Y, con cada paso hacia el nuevo día, Ariadna sintió que no solo iba a una cita con Recursos Humanos. Iba al inicio de una guerra por conservar lo poco que todavía le pertenecía.
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Editado: 26.09.2025