La luz de la tarde se colaba por las persianas de la pequeña oficina improvisada. Papeles y pantallas iluminaban el espacio, cubriendo cada superficie disponible. Adrián estaba sentado frente a su computadora, sus cejas fruncidas en una concentración absoluta mientras escaneaba información de posibles sospechosos.
Yo, por otro lado, estaba revolviendo una pila de documentos en busca de algo útil. Mi mente estaba dividida entre la investigación y el caos emocional que significaba estar cerca de él. Habíamos pasado las últimas horas en un tenso silencio, cada uno inmerso en su propia tarea.
—Esto es inútil —dije, dejando caer los papeles con un suspiro frustrado.
Adrián no apartó la vista de la pantalla, pero su tono fue casi amable cuando respondió:
—Nada es inútil si sabes dónde buscar.
—¿Y tú sabes? —repliqué, cruzándome de brazos.
—Estoy aprendiendo.
Rodé los ojos, aunque no podía evitar notar que, por una vez, parecía genuinamente interesado en ayudar. Era extraño, incómodo incluso, pero decidí ignorarlo y seguir buscando entre los archivos.
Todo parecía demasiado tranquilo, incluso aburrido. Y fue precisamente esa calma lo que me puso en alerta.
Un ruido lejano rompió el silencio, como un eco apagado. Al principio pensé que era solo el crujido de alguna rama en el exterior, pero cuando las voces de los guardias comenzaron a elevarse, supe que algo no estaba bien.
—¿Escuchaste eso? —pregunté, dejando los papeles sobre la mesa.
Adrián levantó la cabeza, sus ojos oscuros escaneando la habitación. Se levantó de golpe cuando el eco de disparos perforó la tranquilidad de la casa.
—Mierda —murmuró, y antes de que pudiera procesar lo que estaba pasando, el ventanal más cercano estalló en mil pedazos.
—¡Emma, al suelo! —gritó, tirándome al piso mientras los fragmentos de vidrio caían como cuchillas a nuestro alrededor.
Los pasos apresurados de los guardias resonaban en el pasillo, seguidos de órdenes rápidas y confusas. La situación escalaba a un ritmo vertiginoso, y mi mente apenas podía mantenerse al día.
—¿Qué está pasando? —logré preguntar, mientras Adrián me ayudaba a ponerme de pie y me empujaba hacia la puerta.
—Nos están atacando, eso está pasando. Y tenemos que salir de aquí ahora mismo.
Adrián abrió la puerta con fuerza, y dos guardias armados aparecieron al instante.
—Señor, están intentando rodear la propiedad —informó uno de ellos, con la voz firme pero apurada—. Tenemos que evacuar inmediatamente.
—Llévenla a un lugar seguro —ordenó Adrián, apuntándome con la mirada.
—¡Ni loca voy a dejarte aquí solo! —repliqué, cruzándome de brazos a pesar del caos que nos rodeaba.
Adrián soltó un suspiro exasperado y les indicó a los guardias que cubrieran la retaguardia mientras él me escoltaba hacia una salida lateral. El pasillo era un laberinto de tensión, y cada sonido hacía que mi piel se erizara.
—Esto es culpa tuya —murmuré mientras caminábamos apresurados, más cerca de él de lo que hubiera querido.
—¿Perdón? —dijo Adrián, girando la cabeza para mirarme.
—Todo esto —repliqué, señalando el caos a nuestro alrededor—. Si no me hubieras manipulado desde el principio, yo no estaría aquí, metida en tus malditos problemas.
Adrián se detuvo en seco, obligándome a tropezar con él.
—¿Mis problemas? —repitió, con el ceño fruncido—. Emma, en caso de que no lo hayas notado, tú también eres el blanco. Esto no se trata solo de mí.
—¿Y qué? ¿Ahora soy tu problema a resolver? —respondí con sarcasmo, sintiendo que mi voz temblaba, no de miedo, sino de pura rabia.
Adrián dio un paso hacia mí, reduciendo la distancia entre nosotros.
—No eres un problema, Emma. Eres... —se detuvo, como si las palabras lo traicionaran—. Tú eres lo único en mi vida que realmente importa ahora.
Su tono era tan sincero que me dolió escucharlo. Quise apartar la mirada, pero no pude.
—No digas eso —murmuré, sintiendo cómo mi enojo se mezclaba con algo mucho más profundo, más doloroso—. Porque cada vez que lo haces, cada vez que intentas convencerme de que me quieres, lo único que siento es…
—¿Qué? —interrumpió, buscando mi mirada con urgencia.
—Dolor. Porque quiero creerte, Adrián. Pero cada vez que lo intento, recuerdo cómo jugaste conmigo. Cómo manipulaste mi vida, mis emociones… mi corazón.
Adrián cerró los ojos por un momento, como si mis palabras lo golpearan físicamente.
—Lo sé —dijo finalmente, con la voz baja—. Sé que te lastimé, y no hay un solo día en el que no me arrepienta de lo que hice. Pero ahora no estoy jugando. Estoy aquí, dispuesto a arriesgar mi vida por ti.
—¿Y qué? —respondí, sintiendo que las lágrimas amenazaban con salir—. ¿Crees que eso lo arregla todo? Hay días en los que quiero perdonarte… y otros en los que solo quiero vengarme.
Adrián me miró fijamente, como si tratara de leer cada pensamiento en mi mente.
—Si quieres vengarte, hazlo. Pero no ahora, Emma. No mientras hay alguien ahí afuera que quiere acabar contigo.
Su respuesta me dejó sin palabras. Antes de que pudiera procesarlo, el sonido de disparos nos devolvió a la realidad.
—Tenemos que movernos —dijo, retomando su actitud protectora.
Mientras avanzábamos hacia la salida, mi mente era un torbellino de emociones encontradas. Podría odiarlo. Podría amarlo. Pero en ese momento, lo único que podía hacer era seguir adelante y enfrentar lo que viniera juntos.
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Las luces del pasillo parpadeaban con una frecuencia irregular, y la oscuridad que nos rodeaba parecía aún más densa, como si la propia casa estuviera aguantando la respiración, esperando lo que fuera que viniera a continuación. Habíamos avanzado lo suficiente para sentir que íbamos a llegar a la salida, pero no sabíamos qué nos esperaba afuera.
El sonido de las botas de Adrián resonaba tras de mí, y su presencia me llenaba de una mezcla extraña de seguridad y desconcierto. ¿Realmente confiaba en él? Mis pensamientos eran como ecos perdidos en la tormenta de lo que acabábamos de vivir. Pero, a pesar de todo, estaba allí, siguiéndolo, sintiendo que no había otra opción.
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Editado: 12.01.2025