El sonido del reloj en la pared marcaba un ritmo constante, pero la casa estaba sumida en un silencio incómodo. Emma, sentada en el sofá, tamborileaba con los dedos en su rodilla, perdida en sus pensamientos.
Apenas unas horas antes, todo había sido caos.
Gabriel había escapado. La imagen de él huyendo mientras apretaba su costado, herido por el disparo de Lucas, seguía viva en su mente. Fue un instante de confusión: el disparo, la sangre, y luego el rugido de un motor cuando apareció un auto negro que se detuvo frente a la bodega. Desde su escondite, Emma apenas alcanzó a ver cómo dos hombres salían del vehículo y lo ayudaban a entrar, cubriéndolo con disparos para asegurarse de que Lucas y Adrián no pudieran seguirlos.
Todo ocurrió tan rápido que ni siquiera tuvieron tiempo de reaccionar. El sonido de las llantas chirriando en el pavimento aún resonaba en sus oídos.
Lucas estaba furioso, su rostro era una mezcla de rabia e impotencia, pero Adrián había mantenido la calma, enfocándose en asegurar que Emma estuviera bien. Fue él quien los llevó de vuelta a casa, insistiendo en que se reagruparan antes de tomar cualquier decisión precipitada.
Ahora, ya en la relativa seguridad del hogar, todo se sentía surrealista. Emma no podía dejar de pensar en lo que Gabriel había dicho. Las palabras seguían rondando en su cabeza como un eco interminable.
Adrián entró en la sala. Llevaba una toalla en el hombro y una expresión de preocupación dibujada en el rostro.
—¿Cómo estás? —preguntó mientras se sentaba a su lado.
Emma levantó la vista y lo observó por un momento. No tenía ganas de hablar, pero la sinceridad en los ojos de Adrián la desarmaba. Suspiró y se encogió de hombros.
—Estoy... bien. Solo pensando.
Adrián frunció el ceño y se inclinó un poco hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas.
—¿Quieres hablar de ello?
Emma apartó la mirada, indecisa. Hablar nunca había sido su fuerte. Guardar silencio, en cambio, era su refugio. Pero había algo en Adrián que la hacía sentir que podía bajar la guardia, aunque fuera solo un poco.
—No sé por dónde empezar —admitió en voz baja.
Adrián le dedicó una leve sonrisa, tranquilizadora, y le dio un suave golpe en el hombro con el suyo.
—Podrías empezar por lo que te tiene tan ensimismada desde que llegamos.
Emma dejó escapar una risa breve, seca.
—Es complicado.
—No soy tan malo entendiendo cosas complicadas. Inténtalo.
Ella lo miró de reojo, buscando alguna señal de que tal vez esto era una mala idea. Pero Adrián estaba ahí, sereno, dispuesto a escucharla.
Finalmente, respiró hondo y comenzó.
—Cuando Gabriel habló de mi padre... dijo cosas que no pude ignorar. No sé si lo hizo para confundirme o porque realmente sabe algo que yo no. Pero... —hizo una pausa, sus manos temblaban ligeramente—. Lo que dijo me llevó de vuelta a mi infancia. A cosas que pensé que había dejado atrás.
Adrián permaneció en silencio, dejando que ella marcara el ritmo.
—Mi madre no me quería —dijo Emma de golpe, con una frialdad que no se correspondía con el dolor que sus palabras cargaban—. Siempre estaba buscando excusas para no estar cerca de mí. Supongo que era más fácil para ella dejarme a mi suerte que lidiar con una hija que no planeó. Aunque al principio lo fingio bastante bien, me hablaba con dulzura, luego no pudo contenerse mas y empezo a ignorme
Adrián abrió la boca para decir algo, pero Emma levantó una mano, deteniéndolo.
—Mi padre no era diferente, simpre fue distante y frio. No estaba presente todo el tiempo, pero cuando lo estaba... no parecía interesado en mí. —Emma dejó escapar una risa amarga—. Tenía siete años cuando me di cuenta de que era buena con las computadoras. Sabía arreglar cosas que otros no podían, entendía sistemas que nadie me había enseñado. Mi padre lo notó, y ahí empezó todo.
Adrián la observaba con atención, su mirada era un refugio silencioso.
—¿Qué pasó después? —preguntó en voz baja, como si temiera romper el hechizo que la había hecho abrirse.
Emma se encogió de hombros.
—Él me enseñó. Todo lo que sé sobre hackeo, sobre entrar y salir de sistemas sin dejar rastro, lo aprendí de él. Pero no era porque quisiera que tuviera un futuro brillante o algo así. No. Me enseñó porque le era útil. Yo era su herramienta más valiosa, y él no dudó en explotarlo.
Hizo una pausa, sus ojos se clavaron en el suelo como si estuviera viendo algo que Adrián no podía ver.
—Cuando tenía doce años, desapareció. Sin una palabra, sin una nota. Simplemente se fue. Y yo... —su voz se quebró ligeramente, pero ella se obligó a continuar—. Me quedé sola con una madre que no me soportaba y que no dudaba en hacerlo recordar todo el tiempo
Adrián pasó un brazo por los hombros de Emma, sin decir nada. No era un gesto invasivo ni forzado; era simplemente apoyo. Ella no lo rechazó, aunque no estaba acostumbrada a ese tipo de cercanía.
—Lo siento, Emma —dijo finalmente, con sinceridad.
—No lo sientas —respondió ella, con una pequeña sonrisa amarga—. Eso no cambia nada.
Adrián guardó silencio por un momento antes de hablar.
—No puedo cambiar lo que pasó, pero... estás aquí ahora. No estás sola. Y no tienes que cargar con todo eso por tu cuenta.
Emma lo miró, sorprendida por la honestidad en sus palabras. Durante un instante, algo dentro de ella pareció aflojarse, como si una parte del peso que llevaba hubiera disminuido.
—Gracias —murmuró.
Adrián le dio un pequeño apretón en el hombro antes de retirarse.
—Para eso estoy.
Emma dejó escapar un suspiro, mirando por la ventana. Gabriel seguía ahí fuera, herido, esperando su próxima jugada. Pero por primera vez en mucho tiempo, sintió que no estaba sola en la lucha. Tal vez, solo tal vez, podría confiar en alguien más.
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La habitación estaba sumida en penumbras, iluminada solo por la tenue luz que se filtraba desde la ventana. Emma estaba sentada en el borde de la cama, con las piernas cruzadas y los brazos rodeando su torso como si intentara contener algo dentro de sí misma. Sus pensamientos habían tomado un rumbo inevitable, arrastrándola al pasado, hacia recuerdos que dolían más de lo que quería admitir.
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Editado: 12.01.2025