La luz tenue de la madrugada se filtraba a través de las cortinas, marcando el paso de las horas. Adrián estaba de pie frente a la ventana, mirando hacia el vacío. La inquietud que sentía en su pecho se hacía más pesada a cada minuto que pasaba sin saber nada de Emma. No le gustaba cómo se había comportado en las últimas horas, el cambio en su actitud, esa necesidad de actuar sola.
Recordaba el momento exacto en el que ella se había ido, la excusa de que necesitaba tiempo para procesar lo que le había dicho. Pero Adrián, aunque lo intentara ocultar, no podía dejar de sospechar. Había algo que no cuadraba. No confiaba en ese silencio que había envuelto a Emma desde que descubrió el mensaje de su padre. Su rostro, la forma en que había desviado la mirada… estaba claro que le había estado ocultando algo.
"¿Y si se está metiendo en más problemas de los que podemos manejar?" pensaba mientras se pasaba una mano por el cabello, nervioso. No podía quedarse tranquilo. A pesar de todo lo que había sucedido entre ellos, algo dentro de él le decía que no podía simplemente esperar a que ella regresara.
Se levantó de golpe, decidido. Salió al pasillo con pasos rápidos, apenas escuchados en la casa. Bajó las escaleras sin hacer ruido, y se dirigió al cuarto de Emma. La puerta estaba cerrada. Golpeó suavemente, pero no obtuvo respuesta.
“Emma… ¿estás ahí?” No hubo nada. Solo el silencio más absoluto.
El pánico comenzó a apoderarse de él, su mente viajando a todos los lugares posibles donde podría haber ido. ¿Dónde demonios está?
La angustia se apoderó de su pecho mientras comenzaba a recorrer cada rincón de la casa. Miró cada ventana, buscó las puertas traseras. Y luego, al salir al jardín, vio que la ventana del dormitorio de Emma estaba abierta. Como un susurro en el viento, su mente recordó cómo había visto a Emma salir de esa misma ventana la última vez, escapando a la oscuridad.
Adrián apretó los dientes, la rabia y la preocupación luchando dentro de él. No… no otra vez. No voy a perderla. No otra vez.
Empezó a caminar rápido, los pasos cortos pero firmes, decidido a encontrarla. El frío de la noche se colaba por su chaqueta mientras avanzaba por las calles. Todo a su alrededor parecía tranquilo, pero esa tranquilidad solo aumentaba su desesperación. ¿Dónde está?
Las horas pasaban, el aire nocturno le cortaba la cara mientras él revisaba cada esquina, cada callejón. Su mente estaba llena de imágenes de lo peor: Emma en peligro, atrapada en una trampa. Gabriel, su padre, o cualquiera de esos enemigos podría haberla alcanzado. ¡No, no puede ser!
La angustia era tan palpable que sentía que la cabeza le daba vueltas. No podía evitar preguntarse si todo lo que había hecho para protegerla había sido en vano. ¿Y si ella ya no quería ser salvada? No podía saberlo, no podía entender por qué estaba haciendo esto… por qué se había ido sin decirle nada.
Estaba perdiendo la paciencia. Ya no sabía si estaba buscando a Emma o simplemente buscando respuestas que no quería escuchar. ¿Por qué? ¿Por qué me haces esto?
Finalmente, casi a punto de perder la cordura, regresó a la casa. De repente, escuchó un suave crujido de madera, como si alguien estuviera entrando por una ventana.
Se giró con rapidez y vio la figura de Emma deslizándose por la ventana del dormitorio, tan sigilosa como una sombra. No lo vio llegar, y por un momento, Adrián se quedó paralizado por el alivio de verla sana y salva. Pero ese alivio rápidamente se transformó en rabia.
—¡Emma! —gritó, con voz quebrada pero firme.
Emma dio un brinco, claramente sorprendida por la presencia de Adrián, pero pronto recobró la compostura, disimulando su sorpresa con una mirada desafiante.
—¿Dónde demonios estabas? —exigió él, con una furia contenida. —¡Te fuiste sin decir nada! ¿Qué diablos estabas pensando? ¿Te das cuenta de lo peligroso que fue lo que hiciste?
Emma lo miró, la tensión en su cuerpo claramente visible. Por un instante, pareció vacilar, pero luego su expresión se endureció.
—Fui con mi padre —respondió, casi con indiferencia. No había rastro de arrepentimiento en su voz, solo una fría determinación.
Adrián la miró fijamente, la incredulidad reflejada en su rostro.
—¿Tu padre? —repitió, como si no pudiera creerlo. —¡¿Cómo pudiste ir con él después de todo lo que ha hecho?! ¡Sabes lo que ha hecho, ¿verdad?! ¡Lo que Gabriel ha hecho, y tú…!
Emma se cruzó de brazos, adoptando una postura defensiva. La mirada de Adrián la inquietaba, pero no quería que él la viera vulnerable.
—No soy una niña, Adrián. Siempre he estado sola. —Su voz se volvió más dura, sus ojos fijos en los de él—. No necesito que me cuides.
Adrián la miró fijamente, su frustración creciendo a medida que la escuchaba. Él quería protegerla, y aunque entendía que tenía sus propios demonios, también sabía que sus decisiones, como esta, podrían ponerla en un grave peligro.
—No es cuestión de ser una niña, Emma. —Su voz se suavizó un poco, pero la preocupación seguía ahí—. Es cuestión de que no debes enfrentarte a todo esto sola. No puedo quedarme de brazos cruzados viéndote tomar decisiones como esta. Yo... yo te cuido, y si me sigues alejando de ti, no sé qué me va a quedar.
Emma respiró hondo, sus emociones se desbordaban. Miró a Adrián, buscando alguna respuesta dentro de él, pero solo encontró preocupación, esa misma que había temido, la que había estado rechazando.
—No es que no te necesite —dijo finalmente, sus palabras llenas de resentimiento, pero también de vulnerabilidad—. Es que no te quiero cerca. ¡Nunca lo quise! ¡Y no puedo seguir confiando en nadie! ¡Tú no lo entiendes, Adrián!
Adrián cerró los ojos por un momento, tomando aire con dificultad, intentando calmar la furia que sentía en su pecho. Sabía que Emma estaba herida, y que su dolor no era fácil de superar. Pero también sabía que debía ser firme, que no podía dejar que se hundiera más en su aislamiento.
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Editado: 12.01.2025