Convénceme de caer

Capítulo 2

Fuera de casa aún está oscuro, aunque ya se escucha el canto de alguno que otro pájaro a la distancia. El ambiente huele a tierra mojada, probablemente llovió en algún punto de la noche.

Fuera de mi modesta casa hay un coche aparcado, de pie junto a la puerta del conductor se encuentra una mujer vestida de negro de pies a cabeza sosteniendo un arma.

Siento una punzada de miedo en el estómago al verla. Jamás en mi vida he tenido un Caimán tan cerca. Ella es tan intimidante como se ven en televisión.

Dejo de caminar, apabullada por la presencia de la mujer de negro. Los Caimanes son los encargados de mantener el orden en la nación, su misión es aniquilar a los enemigos del Buen Régimen. Viven entre redadas, disparos y arrestos, tienen fama de ser brutales.

Agacho la cabeza, temerosa de que cualquier gesto o mirada inadecuada provoque que la Caimán me arreste.

—Natalia, ella es la subteniente Bonilla, va a acompañarnos de vuelta al Distrito Central para asegurarse de que lleguemos seguras —dice la Nana haciendo alusión a la Caimán.

La subteniente ni siquiera se inmuta. Su rostro sigue imperturbable, no da señales de reconocer que la Nana acaba de hablar de ella a su cara. Su expresión es seria, hermética, ella está aquí para vigilar, no para hacer amigos.

—Mucho gusto —digo llena de escalofríos.

La subteniente Bonilla me mira de arriba abajo casi despectiva, aplastándome bajo sus ojos gélidos.

No contesta, simplemente se gira para abrir la puerta trasera del auto.

Nos quedamos inmóviles un instante, hasta que entiendo que ella abrió la puerta para mí y está esperando a que entre.

Me apresuro al interior del vehículo, colorada de la vergüenza. Mi estómago está acalambrado por todas las emociones que estoy experimentando.

La Nana y la subteniente toman los lugares del copiloto y conductor respectivamente y arrancan.

Miró mi hogar hacerse pequeño conforme el auto avanza. Comienzo a llorar en silencio, prometiéndome hacer todo a mi alcance para volver a ver a mamá algún día.

—¿A dónde nos dirigimos, Nana Clemencia? —pregunta la subteniente Bonilla con voz monótona.

—La granja de los Prida está a media hora al Sur. Sigue por este camino —dice ella en tono cansado recargando su cabeza contra el respaldo del asiento, parece disponerse a tomar una breve siesta.

La subteniente afirma con un movimiento seco. Miro su rostro por el retrovisor. Es bonita, debajo de su careta de rudeza, hay unos rasgos bellos.

Sus ojos se alzan, encontrando los míos en el espejo retrovisor. Siento una punzada de vergüenza al tiempo que desvió la mirada, abochornada de que me hubiera encontrado mirándola.

Enjugo mis lágrimas e imito el movimiento de la Nana. Tal vez convenga que yo también tome una siesta, será mejor a estar dándole rienda suelta a mis peores temores el resto del camino.

Un estallido ensordecedor me obliga a abrir los ojos de nuevo. El coche oscila sobre el camino de tierra de un lado al otro, mientras la subteniente intenta desesperada mantener el control del volante.

Entierro mis dedos en el asiento del conductor delante de mí, con el corazón en la garganta.

—¡¿Qué pasa?! —pregunta la Nana a gritos.

—¡Se reventó una llanta! —exclama la subteniente antes de lograr frenar el vehículo de golpe.

Las tres nos vamos hacia delante, los cinturones de seguridad previenen que nos hagamos daño.

En cuanto el auto de detiene, siento un par de golpes secos contra el costado exterior, que en medio segundo se convierten en una lluvia metálica que me cimbra las entrañas.

—¡Nos están disparando! —grita la subteniente al tiempo que toma su arma y sale del vehículo.

La Nana se contrae en su asiento, es de su lado que llegan los disparos. Su cristal se revienta y ella suelta un alarido cargado de dolor y miedo.

Me hago un ovillo en la parte de atrás, cubriendo mi cabeza con ambas manos. Estoy tan tensa que mis extremidades se empiezan a agarrotar.

Escucho disparos más cerca, ruego en silencio que se trate de la subteniente Bonilla respondiendo al ataque.

El rugido de las armas es ensordecedor. Cada abrupta explosión retumba en mis oídos.

La Nana no deja de gritar en el asiento delantero, quisiera ayudarla, pero tengo demasiado miedo para siquiera moverme.

Los disparos se hacen menos hasta cesar por completo. Alguien abre la puerta trasera y me toma de un brazo.

—Eran dos, ya logré aniquilarlos —exclama la subteniente Bonilla mientras me obliga a descender—. Debemos irnos antes de que lleguen otros. ¿Te dieron?

Los oídos me zumban, apenas logro entender lo que ella dice.

—¡¿Estás herida, Vasija?! —grita exasperada ante mi falta de respuesta.

Entre mi aturdimiento, trato de poner atención a las sensaciones de mi cuerpo. Estoy aterrada hasta los huesos, pero ilesa.

Incapaz de articular palabra, niego despacio.




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