Estoy tan emocionada que mi piel parece vibrar, mis ojos no dejan de ver hacia uno y otro lado de las amplias calles que transitamos. Jamás antes había visto tantos colores en la vestimenta de la gente, es como un arcoíris caótico en movimiento constante. En casa casi todos vestimos de rojo, pero aquí se conjuntan personas de todos los ministerios viviendo entremezclados, vistiendo cada quien su color. Púrpura de la gente del Ministerio de Prensa y Propaganda, blanco del Ministerio de la Vida, negro del Ministerio del Orden, naranja del Ministerio de Infraestructura… la variedad de colores no termina.
Un hombre de uniforme verde se cruza en nuestro camino, obligando a Bea a frenar de golpe el vehículo. A pesar de que él es quien cometió la imprudencia, osa soltar una lluvia de improperios contra nosotras.
Quedo helada, es la primera vez que escucho tantas palabrotas de una sola boca.
—¡Esta no es zona de peatones! —grita Bea de vuelta antes de arrancar de nuevo—. Increíble, ¿cómo alguien del Ministerio de la Libertad puede educar niños si ni siquiera sabe respetar los reglamentos de tránsito? —se queja.
—Los de verde son los profesores y las cuidadoras, ¿cierto? —pregunto girando mi rostro para ver al hombre hacerse pequeño por el parabrisas trasero.
—Eso todos lo sabemos… ah, cierto, tú nunca fuiste a la primera escuela —dice entendiendo mi tono de duda, luego repara en mi expresión anonadada—. Mírate nada más, no puedes ni cerrar la boca. Por tu cara cualquiera diría que estás visitando otro planeta.
—Así me siento… Mira qué edificios tan altos como si quisieran tocar el cielo… y toda esta gente… —digo admirada—. Alguna vez escuché que nos estamos extinguiendo, pero debe ser mentira porque mira cuántas personas hay en las calles.
Bea tuerce la boca, sus ojos se mantienen en el camino y me miran de tanto en tanto de reojo.
—No te confundas, Natalia. La población del Distrito Central puede parecerte numerosa, pero es que no has notado un pequeño detalle: ves muchos adultos, ¿pero cuántos niños hay? Poquísimos. Ese es el verdadero peligro —me explica.
Vuelvo a poner atención a las calles, comprobando que lo que dice es verdad. Tal como pasaba en mi distrito, aquí los niños escasean.
—Qué terrible… —suspiro.
—Por eso harás tu parte, ¿no? Puede que pronto tengas hijos propios —me dice con una sonrisa de lado.
Me hundo en el asiento, sintiendo escalofríos en el corazón. Estoy viviendo tantas experiencias nuevas que se me olvida el motivo que me trae a la capital: voy a ser asignada a un hombre extraño.
—¿Dije algo que te molestó? —pregunta Bea ante mi silencio.
Niego enfática, a pesar del nudo que se formó en mi garganta.
—¿Me llevarás al Ministerio de la Mujer ahora? —pregunto aprensiva, dejando a un lado la excitación para dar paso a la zozobra.
Bea no contesta de inmediato, guarda silencio en tanto que tamborilea sus dedos en el volante, parece pensativa.
—¿Te molestaría ir a mi apartamento antes? —pregunta echándome una rápida mirada—. Estoy cansada, deseo cambiarme esta ropa y darme un baño antes de que las Nanas me bombardeen con preguntas sobre lo ocurrido. No tienes prisa por ir al MM, ¿o sí?
Me ilumino por dentro, no creo que Bea pueda entender lo mucho que esto conforta mis miedos. Me está dando unos momentos más antes de afrontar mi destino y lo aprecio con todo el corazón.
—Claro que no me molestaría —digo con una sonrisa modesta que no logra expresar lo alegre que me siento por dentro.
Bea cambia el rumbo, llegamos a un enorme complejo de apartamentos. Los edificios se ven en perfecto estado, con ventanas amplias y balcones. Aparcamos el auto y luego sigo a Bea tímidamente hasta su apartamento en el piso 16.
El lugar es pequeño de una sola recámara, pero cuenta con varias amenidades como agua corriente, aire acondicionado, televisor, teléfono, baño propio y una cocina bien equipada.
Miro el lugar con asombro, en la capital parece muy fácil conseguir cualquier comodidad, todo está al alcance de la mano.
—¿Quieres llamar a casa? —ofrece Bea mientras abre su nevera para sacar un par de sodas para nosotras.
—¿Me dejarías usar tu teléfono? —pregunto sorprendida.
—Claro, adelante. Me daré un baño mientras llamas —dice ella indiferente.
Tomó el teléfono y marco a la granja de los Ortiz. Le pido a la señora Ortiz que le informe a mamá que llegué a mi destino con bien y que no debe preocuparse. La llamada es breve, pero me hace sentir mucho mejor.
Luego tomo asiento sobre el sofá doble que tiene Bea y le doy un trago a la soda. Las burbujas me pican la boca, no estoy habituada a ingerir bebidas carbonatadas. Dejo la lata sobre la mesita de centro y miro el apartamento con curiosidad. Es bonito y está ordenado. Tal vez porque Bea es una Caimán y le gusta tener todo en su sitio.
Me levanto del sofá y camino despacio por la estancia, miro la enorme ventana que permite la entrada de los rayos del sol. Me dispongo a asomarme por ella, pero en el momento en que lo hago, mis piernas se vencen sobre el suelo retumbando con un golpe seco al caer.