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El oleaje del mar caía como cascadas por sobre la cubierta del barco, haciendo que la movilidad de la tripulación se entorpeciese cada vez más con cada minuto que pasaba. Las cuerdas se resbalaban de las manos de los marineros, cayendo ellos mismos varias veces y la escolta real, aunque aún estoica, debido a su falta de experiencia en alta mar, poco y nada podían hacer para ayudarles.
Sin embargo, el capitán del navío más rápido de Arendelle, miró el caos en cubierta desde la cabina de mando, y sonrió. No era una gran tormenta, las había pasado peores. Los gritos de pánico de algunos de sus propios marineros a cargo eran más que un dolor de muelas que algo que realmente atrajera preocupación a su mente. Eran pueblerinos de Arendelle, incapaces de resistir la mínima ventisca del Grand Line, por
todos los dioses ¿Qué estaban haciendo allí? ¿En qué estaba pensando el Rey Agnarr cuando se los asignó? El capitán no podía entenderlo, así como tampoco podía entender porque este era el primer viaje de Arendelle fuera del Archipiélago de la Rosa de los Vientos después de casi dos siglos.
Una ola, repentinamente más grande que las anteriores, apareció de la nada desde estribor, y barrió con los que estaban expuestos, casi botando del barco a dos marineros desprevenidos. Un tic en el ojo apareció en el rostro del capitán, y caminando con todo el peso de sus años, se dirigió
hacia la puerta dispuesto a hablarles de la manera menos amable sobre sus familias, cuando de repente, una fracción de segundo después de que abrió la puerta, sintió un artefacto de metal en su espalda que solo pudo imaginar como la punta de una pistola, mientras una risa oscura hizo que hasta su respiración se detuviera.
—Lo siento capitán —dijo una voz que no pudo identificar con nadie a bordo— pero esto es un motín.
Y el último pensamiento que pudo elaborar el capitán, fue que se había equivocado. Porque lo que sintió en su espalda no era la punta de una pistola, sino la punta de un lanzallamas. El fuego iluminó la cabina en segundos, devorando al capitán.
Nuevos gritos no tardaron en aparecer.
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—Pero por qué ¡¿Por qué nunca me lo dijiste?!
—Lo intenté pero tú nunca me hiciste caso, nunca intentaste siquiera creerme.
Las manos que antes estaban aprisionando fuertemente los hombros de su esposa se aflojaron. Agnarr no podía negar la verdad, negar el pasado, ni mucho menos confrontar la mirada de Iduna. Se rindió mirando por unos breves segundos, su escritorio, lleno de papeles, dictámenes y planes que
no se llevarían a cabo según lo previsto. Tal vez, nunca. Luego volteó su atención a su único soldado disponible. Joven y pálido, ahora él representaba toda la fuerza de la escolta de Arendelle. Los demás no aguantarían mucho más en cubierta.
—Tienes prohibido hablar sobre lo que has escuchado aquí ¿está claro?
—Sí, su majestad. Pero debemos irnos.
—Lo sé, tráeme mi espada.
Iduna sujetó el brazo del Rey, mientras el soldado cumplía la orden. Agnarr pudo ver humedad en sus ojos, y le pareció tan vulnerable, que por un momento, creyó verla mucho más joven de lo que era.
—No te atreverías ¿verdad?—dijo Iduna con la voz quebrada.
—Debo hacerlo. Por el bien de Arendelle, de nuestras hijas, y del tuyo, no tengo opción.
—Hay otra opción —la mirada del Rey se ensombreció mientras su esposa hablaba—. Podrías entregarme.
—Ellos no te buscan a ti específicamente y lo sabes, Iduna.
—Pero eso te daría tiempo para ir a Arendelle, advertirles, sobre todo a Elsa. Solo cuando me examinen en un laboratorio podrán saber que es un engaño y eso llevará...
—¡No!
Agnarr tomó la espada que le ofrecía su soldado y se dirigió a las escaleras por donde parte del agua se filtraba. Iduna, aunque lo soltó, lo siguió de cerca, e iba a volver a hablar para disuadirlo cuando se sobresaltó al ver a Agnarr girándose de repente hacia ella.
—Iduna, sé que me tratas de decir pero entiende que no puedo.
—¿Y qué pasa con Elsa y Anna? Nuestras hijas tienen que saber la verdad para prepararse.
—Y lo sabrán. Tú se los dirás.
—Agnarr...
—Es cierto, tenías razón, yo no escuché. Es mi culpa y responsabilidad. Por eso debo ser yo quien solucione esta situación.
Agnarr se inclinó hacia Iduna y le dio un corto beso en los labios.
—Sobrevivirás.
—Tú también —ella replicó.
Fueron las últimas palabras que se dirigieron.
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Editado: 16.04.2022