Corazon de Cenizas

Capítulo III

Por Seraphine Vale

Un nombre que no debería haber regresado, una sombra que no debía resistir la hoguera. Durante los primeros años de la construcción imperial, cuando todo el barro, ruinas y posibilidades Ilyra estuvo a mi lado, no como súbdita, no como escriba, como igual; ella no me traicionó, fue peor, me entendió. Vimos el mismo mundo podrido, pero donde yo encontré piezas, ella quiso curar las grietas. Yo

Construía, ella restauraba: dos formas de amar la misma ruina. Una noche discutimos sobre la verdad. Ilyra creía que aún podía revelarse que el pueblo merecía mirarla de frente, aunque doliera. Yo no. “La verdad”, le dije, “es como una antorcha en una caverna: si la sostienes demasiado tiempo, te ciegan las paredes”. Ella se fue en silencio. Creí que había muerto, tal vez quería creerlo, pero ese anillo, ese símbolo, es prueba de que nunca la enterramos del todo. Zafira me esperó fuera del trono, no hizo preguntas, me entregó un informe con normalidad, aunque su mirada tenía una chispa que no era de miedo ni respeto; era la curiosidad que merecía. — ¿ Lo reconoces ? — Le pregunté.

— No oficialmente — respondió— Pero se que no lo viste por primera vez hoy.

—Entonces sabes lo que significa que alguien lo haya traído —dije.

Ella dudó antes de hablar.

—Que lo están desenterrando.

Negué con la cabeza.

—No. Significa que nunca lo enterramos bien .

Esta noche envié mis emisarios a las ciudades del este a buscar registros, rastros, símbolos antiguos; nada debía quedar suelto. Mis consejeros dijeron: "Ignorar el gesto, no convierta el recurso en símbolo", dijeron. Estúpidos, en mi reino todo símbolo, el silencio, la repetición, la forma en que algo se olvida; si un nombre sobrevive en los márgenes y regresa con un anillo, no es solo amenaza, es un error y yo no tolero errores. Desde mi estudio veo a Zafira escribir. La vela proyectaba sombra sobre su rostro; en algún momento su pluma se detenía. No por duda… sino por contención. Le ofrecí vino . — ¿ qué escribiría si no supieras que yo lo leeré ? — pregunte. su mano se detuvo.

— La verdad — dijo

— ¿ Y cual es esa verdad? — quise saber la intriga el pero aliado de una reina pero a la ves la mejor.

— Mi reina lo que aún no se ha escrito es la verdad.

Levanté mi copa. Brindé con ella.

—Entonces escribe.

La vi marcharse la túnica negra ondeando como una juramento en la oscuridad Ya no es la misma escriba temblorosa que llegó desde Veltrax ahora es algo más algo que me sirve mientras se mantenga contenida. Pero esa “I”… esa cicatriz en la historia…Podría despertar cosas dormidas en ambas antes era la noche primer decreto. Caer Tareth quedará bajo observación y sus libros serán reescritos.
Sus voces, contenidas.

Y si Ilyra vive… si aún se atreve a hablar…Entonces verá que la historia no se repite.

Se corrige.

Por la mano que la escribe.

Por la mía.

Zafira aprendió rápido. En menos de tres semanas, dejó de escribir como quien suplica y empezó a narrar como quien vigila. Sus primeros textos eran torpes, inseguros. Había en ellos un temblor contenido, una necesidad de no ofender ni desaparecer. Pero el miedo, cuando se domestica, pule mejor que cualquier maestro.

Observaba más allá de las palabras: registraba los silencios entre mis frases, las veces que no daba órdenes pero alguien moría igual, las miradas que evitaban encontrar la mía. Me gustaba verla entender. Había algo fascinante en ver cómo una criatura se adapta al lenguaje del poder sin saber que ya estaba atrapada en su gramática.

Una noche, entró a mi estudio sin ser anunciada. Los guardias la dejaron pasar. Le temían más a mi desaprobación que a su atrevimiento. En las manos llevaba un cuaderno de cuero gris. Me lo entregó sin ceremonia.

—He terminado el primer volumen —dijo.

Lo abrí. En la primera página, no había un título. Solo una pregunta.

“¿Dónde termina una historia cuando quien la cuenta decide no morir?”

Levanté la mirada.

—¿Esperas una respuesta?

—No —contestó—. Pero sé que la tiene.

Allí estaba. Pequeña, casi imperceptible, pero innegable: ambición. No la ambición vulgar de quienes desean oro o estandartes, sino esa otra, más peligrosa. La de quien quiere existir en el recuerdo.

—Sigue escribiendo —le ordené—. Y no vuelvas a preguntarte si eres libre. La libertad es un ruido que solo interrumpe.

Asintió. Se marchó sin volver la vista atrás. Bien.

Esa misma semana, colapsó la Torre del Juicio. Dijeron que un rayo la partió. Otros susurraron que fue obra de traidores. Yo supe la verdad: era una señal. Esa torre, símbolo de justicia antes de mi reinado, había sido testigo de demasiadas falsas esperanzas. En sus muros colgaron mis primeros decretos. En sus plazas ejecutaron a mis primeros aliados. Ahora era solo piedra rota. Un recuerdo al que, finalmente, le había llegado su sentencia.

Zafira siguió escribiendo.

Ya no describía hechos. Los moldeaba.

Sus palabras tejían realidades más sólidas que cualquier espada. Bastaba con que declarara a una ciudad “leal” para que sus líderes corrieran a confirmarlo públicamente. Bastaba con que omitiera un nombre en sus crónicas para que ese nombre dejara de existir en la memoria colectiva.

Los pueblos no distinguen entre lo vivido y lo contado. Ella lo entendió. Y ese fue su verdadero bautismo.

La noche en que la convertí oficialmente en Eco, llovía con furia. La ceremonia fue breve. Sin aplausos, sin templos. Solo fuego. Le entregué una túnica negra. La tomó sin vacilar.

Nos quedamos solas después del ritual.

—¿Te sientes distinta? —pregunté.

—No lo suficiente —dijo.

—Perfecto. Aún hay lugar para arder.

Desde entonces, su transformación fue absoluta. Dejó de escribir como testigo y comenzó a narrar como arquitecta. En sus manuscritos, el Reino era un cuerpo: el trono como cabeza, la corte como aliento, las ciudades como órganos… y yo, inevitablemente, como sangre.



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En el texto hay: herencia, secretos, escritura

Editado: 08.11.2025

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