Corazon de Cenizas

INTERLUDIO

No recuerdo la primera mentira que conté, pero sí recuerdo la primera que me pagaron.

Fue en verano, cuando el mercado estaba más vivo que nunca.

El aire estaba cargado de olor a especias, sudor y pan recién horneado.

Los vendedores gritaban ofertas con voces afiladas, intentando cubrirse unos a otros.

Pero debajo de todo ese bullicio, había un murmullo distinto: miedo.

Los rumores decían que la cosecha había sido un desastre.

Que las lluvias habían llegado tarde y el grano se pudría en los campos.

Los comerciantes temían que el precio se disparara, y los compradores acumulaban lo poco que podían.

Los rostros estaban tensos, y hasta los guardias vigilaban con la mano en la empuñadura.

Me encontraba observando desde el puesto de un especiero cuando un hombre se acercó.

Llevaba ropa sencilla, pero bien cuidada, y unos ojos que no paraban de medir el entorno.

Me conocía lo suficiente para saber mi nombre… pero no lo bastante para saber de qué era capaz.

—Tres monedas de plata —me dijo, sin rodeos—. Si convences a cierto mercader de que la cosecha fue mejor de lo que se cuenta.

No pregunté por qué quería eso.

No pregunté qué ganaría él.

Solo asentí.

Me dio un puñado de frases para repetir, bien calculadas: cifras exactas, lugares específicos, supuestos testigos.

Pero yo no era un eco.

Cambié una palabra.

Y ese cambio convirtió una noticia inocente en una advertencia disfrazada. Busqué al mercader en cuestión: un hombre corpulento, de manos ásperas y mirada desconfiada.

Me acerqué como quien trae un comentario casual, algo oído por accidente.

Le conté que “los campos están dando más de lo esperado… pero solo en la parte alta del valle”.

La frase era un anzuelo.

Él entendió que el resto de la cosecha, la que él poseía, pronto perdería valor frente a la abundancia del valle.

No quiso arriesgarse.

Esa misma tarde empezó a vender su grano por debajo del precio habitual. nEl hombre que me había pagado se benefició.

Yo también.

No solo por las monedas, sino por la lección que me quedó grabada:

No necesitas decirle a alguien qué hacer si logras que crea que fue su idea.

Después de ese día, empecé a recibir encargos pequeños:

Convencer a una viuda de que su casa estaba en peligro para que la vendiera rápido.

Hacerle creer a un joven que su prometida hablaba demasiado con un desconocido.

Hacer que un prestamista se sintiera generoso la semana antes de una elección.

Nadie sospechaba de mí.

No porque fuera invisible, sino porque parecía inofensiva.

Aprendí algo más valioso que el dinero: el silencio compartido es el contrato más fuerte que existe.

Cuando dos personas se benefician de la misma mentira, ninguna tiene interés en revelar.

Esa noche, al contar las monedas, comprendí que ya no me bastaba con escuchar o repetir.

Quería que cada palabra, cada gesto, cada historia… naciera de mí.

No ser el eco.

No ser la voz detrás del eco.

Ser la historia misma.

Y para eso, tendría que aprender a negociar no solo con la verdad… sino con lo que la gente quiere creer.



#2174 en Otros
#338 en Novela histórica
#775 en Thriller
#364 en Misterio

En el texto hay: herencia, secretos, escritura

Editado: 06.12.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.