Por Nalia, la reescrita
Mi nombre es Nalia. Tal vez no lo recuerden. Tal vez nunca lo supieron. Fui una de las primeras en ser corregidas. Mi historia fue deshecha y vuelta a escribir con palabras suaves, sin filo, sin eco. Me llamaron doncella, sirvienta, voz de fondo. Pero antes… Antes, yo hablaba con fuego. Encontré el cuaderno en la Sala de las Telas. Esa donde los tapices narran las batallas que nunca ocurrieron. Nadie entra allí. Solo las sombras más antiguas, esas que ya no sirven ni para espiar. Estaba entre dos cortinas negras. Cerrado. Sin título. Cubierto con polvo y miedo. Lo abrí. Y supe, desde la primera frase, que no debía haberlo hecho. “Este no es un manifiesto. Es una advertencia disfrazada de destino. No se trata de contar lo que ocurre. Sino de decidir qué jamás volverá a ocurrir.” Era su letra. No la firme. No la política. La que usaba cuando aún era niña. Cuando escribía para sí misma… antes de descubrir el poder de ser leída. Leí las páginas una por una. Y con cada palabra, algo dentro de mí crujía. Era como ver cómo se construye una prisión, piedra a piedra, pero hecha con frases. Un ejemplo: “Eliminar no es callar. Es escribir un mundo donde esa voz jamás existió. ¿Cómo se lucha contra lo que nunca fue pronunciado?” ¿O esta otra: “El control real no es la vigilancia. Es la edición silenciosa de la memoria.” Y al final, una sentencia: “Toda historia necesita una villana. Me encargaré de que no haya más candidatas.” Cerré el cuaderno con las manos temblando. La había visto ejecutar traidores. Había escuchado cómo reescribía leyes con solo pestañear. Había sido parte de las muchas “Nalias” que se deshicieron para que su relato brillara. Pero esto… Esto era otra cosa. Esto era su acto final. No para imponer silencio. Sino para que nadie más pueda siquiera imaginar una historia sin ella. Lo llevé conmigo. A escondidas. Lo envolví en trapos, lo oculté en mi cesto de telas. No sé por qué lo hice. Tal vez porque recordar duele menos que aceptar que me borraron con éxito. Tal vez porque, por primera vez, quiero ser parte de la historia que ella no escribió. Esta noche iré a buscar a Zafira. Ella sí recuerda. Ella sí escribe. Y juntas… tal vez logremos leer en voz alta lo que Seraphine temía más que la traición. Otra versión. Crucé el pasillo de mármol como quien atraviesa una mina. Cada paso podía ser el último. Cada sombra, un testigo. Cada silencio, una alarma. El cuaderno ardía entre mis manos, aunque no tenía fuego. Era como si supiera que estaba siendo robado. Tal vez lo sabía. Tal vez Seraphine había escrito en él más que palabras. Tal vez dejó dentro su mirada, su sospecha, su voluntad de regreso. Pero ya era tarde. No por mí. Por ella. Encontrar a Zafira no fue difícil. Las reescritas sabemos leer lo que no se anuncia. Una mirada. Un trapo colgado en forma de espiral. Una vela encendida con cera negra. Esas cosas que los escribas de la reina ignoran porque no están en los decretos. Porque nunca fueron aprobadas. La encontré en la cripta del ala sur, justo donde antes enterraban a las narradoras caídas. No hay tumbas allí. Solo silencio. Y ahí estaba ella. Sola. Sin pluma. Con los ojos abiertos como si ya supiera lo que venía. —Lo encontré —le dije. No me preguntó cómo. Ni cuándo. Ni por qué. Solo extendió las manos y dijo: —¿Está completo? Negué. —No. Pero es suficiente para quemarla. No el cuerpo… su historia. Lo abrió. Le temblaron las pestañas. Leyó las primeras tres páginas en voz baja. Cerró los ojos. Exhaló. Y luego dijo: —Con esto… no solo podemos revelar lo que hizo. Podemos mostrar cómo pensó que nadie lo notaría. No respondió más. No lo celebró. No gritó. No ordenó. Solo me miró con esa extraña calma que tienen los que conocen el filo exacto de cada palabra. —¿Sabes lo que esto significa, Nalia? Asentí. —Sí. Que si lo leemos… ella dejará de ser la autora. Zafira bajó la mirada al cuaderno. Luego, por primera vez, me llamó por mi nombre. Mi verdadero nombre. No “la tejedora”. No “la muda de la torre”. No “la reciclada”. —Nalia Sil Varis. —Sí —dije—. Soy yo. Ella sonrió. Y en ese momento supe que había comenzado algo que Seraphine no podrá borrar. Pero antes de irnos, escuchamos un sonido. Ligero. Casi tierno. Como una pluma deslizándose por una mesa. Zafira alzó el cuaderno. Y vimos que en la última página, donde no había nada escrito, había aparecido una línea nueva. Tinta negra. Letra de Seraphine. Reciente. “Las que se creen lectoras… aún no saben en qué historia están.” Nos miramos. El corazón me golpeó el pecho. El cuaderno aún la escucha. Aún responde. Y eso significa… Que Seraphine no ha terminado.