Corazón de diamante

La gran ciudad

Encuentro inesperado

Alis vagaba por el parque, sus ojos grandes y curiosos absorbían cada detalle: el susurro de las hojas, el brillo lejano de las luces de la ciudad, el murmullo distante de la vida humana. Todo era nuevo y extraño, pero su mente estaba fija en un solo objetivo: recuperar el Corazón de Diamante.

Al cruzar una calle, distraída por la novedad de los edificios y los sonidos, no advirtió el vehículo que se acercaba velozmente. Un auto frenó bruscamente a centímetros de ella, levantando una nube de polvo y hojas secas.

Para sorpresa de la conductora, la joven no se asustó. Alis simplemente parpadeó, como si el frenazo no fuera más que un leve sobresalto en su mente. Pero la señora Martha, al volante, sintió el corazón acelerado y el miedo apoderarse de ella.

—¡Dios mío! —exclamó, bajándose rápidamente del auto—. ¿Estás bien, jovencita? Casi te atropello.

Alis la miró con ojos grandes y un poco perdidos. Su mente aún procesaba el choque entre aquel mundo y el suyo. Por un momento, su expresión fue distante, como si estuviera en otro lugar.

Pero la sinceridad en la voz de Martha y la preocupación en su rostro hicieron que Alis sintiera una chispa de confianza. Con una voz suave, apenas un susurro, respondió:

—Sí... estoy bien. Su bestia casi no me vé...

Martha sonrió, aliviada, y le tendió la mano.

—¿Qué? ¿Estás perdida?

— la verdad que sí, es todo nuevo por aquí

—No deberías andar sola por altas horas por la noche, es peligroso.

— ¿Peligro? ¿Hay mounstros por aquí también?

— No exactamente pero hay personas malas

—Si ya me los encontré a dos hace poco.

—Vaya que mal. ¿Y te estás quedando con algún familiar?

— No, vine sola a recuperar algo que me han robado.

— No es bueno que estés sola, que tal si está noche te quedas en mi casa para descansar y luego empiezas a buscar lo que quieras.

Alis dudó un instante, pero algo en la calidez de Martha la hizo asentir. No tenía a dónde ir, y la idea de un refugio temporal le parecía un alivio.

Todo el camino fue mirando por la ventanilla con curiosidad, hasta llegar a la casa

Cuando entraron a la casa, Alis se detuvo en el umbral, boquiabierta. Tocó suavemente el marco de la puerta, luego el picaporte, y pasó la mano por la superficie lisa de una mesa cercana. Cada objeto era motivo de asombro: una lámpara encendida (“¿Cómo brilla sin magia de fuego?”), un cuadro en la pared (“¿Quiénes son esos humanos atrapados en la madera?”), una televisión apagada (“¿Es una ventana mágica?”).

Martha, conmovida por la inocencia de la joven, pensó que quizás había sufrido algún accidente o venía de un país muy lejano. Decidió no presionarla y la invitó a sentarse en el sofá.

—¿Te gustaría tomar algo caliente? ¿Té, chocolate? —preguntó Martha, sonriendo.

Alis la miró, desconcertada.

—¿Qué es té? ¿Y el chocolate… es una poción? —preguntó, tocándose el pecho con la mano, como si temiera que fuera algo peligroso.

Martha rió suavemente.

—No, cariño, es solo una bebida dulce. Ya verás, te va a gustar.

En ese momento, una joven entró al salón. Tenía el cabello oscuro recogido en una trenza y llevaba una sonda nasal conectada a un pequeño dispositivo. Sus ojos, grandes y amables, se posaron en Alis con curiosidad.

—Hola, soy Ruth —dijo, acercándose—. ¿Eres amiga de mamá?

Alis se levantó de un salto, fascinada por la presencia de otra joven. Se acercó demasiado, examinando a Ruth con la misma curiosidad con la que había explorado la casa. Sus dedos, ligeros y delicados, tocaron la sonda de Ruth, Ruth estaba algo incómoda de tan repentino acercamiento pero no dijo nada, era otra que iba preguntar, cuánto tiempo le quedaba algo por el estilo.

—¿Esto es parte de ti? —preguntó, genuinamente intrigada—. ¿Te ayuda a respirar? ¿Que clase de magia?

Ruth se sorprendió, pero la sinceridad en los ojos de Alis le hizo sonreír.

—No es magia, es medicina. Tengo una enfermedad en los pulmones, así que esto me ayuda a respirar mejor —explicó con paciencia.

—¿Enfermedad? —repitió Alis, frunciendo el ceño—. En mi mundo, nos sanan los del clan V y no pasa de dos días ¿Duele?

Ruth negó con la cabeza.

—No, ya me acostumbré. ¿Nunca has visto algo así?

Alis negó, fascinada, y luego empezó a preguntar por todo: el color de las paredes, el sonido de la nevera, el funcionamiento de la televisión. Tocaba los cojines, olía las flores artificiales, abría y cerraba la puerta del microondas, maravillada con cada descubrimiento.

—¿Por qué las cosas están hechas de metal ? ¿Por qué este cuadro no canta? ¿Cómo hacen para que la casa huela a vainilla todo el tiempo?

Martha y Ruth intercambiaron miradas, entre divertidas y preocupadas. La amabilidad de ambas se mezclaba con la sospecha de que algo muy inusual sucedía con esa joven tan hermosa y tan perdida.

—¿De dónde eres, Alis? —preguntó finalmente Martha, sentándose a su lado con una taza de té humeante.

Alis dudó. Miró a Ruth, luego a Martha, y sonrió con timidez.

—De un lugar muy, muy lejano… —susurró—. Pero me alegra estar aquí, aunque todo sea tan diferente a lo que es allá.

Más tarde, Alis aceptó quedarse. Martha le preparó un colchón en el suelo de la habitación de Ruth. La joven humana se acomodó en su cama con dificultad, conectando su aparato con una naturalidad que Alis aún encontraba dolorosa de ver. Era la primera vez que compartía un cuarto con alguien enfermo, y su corazón se encogía un poco al pensar en cuánto dolor debía estar acostumbrada Ruth a soportar.

—Si necesitas algo, solo despiértame —dijo Ruth con una sonrisa sincera, mientras se acomodaba las mantas.

Alis asintió, agradecida, y se recostó en el pequeño colchón. El techo blanco y sin estrellas le resultaba inquietante. Estaba acostumbrada a ver luces danzantes entre ramas, hojas susurrando magia, no esa quietud contenida y artificial del mundo humano. Aun así, una parte de ella se sentía… segura.




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