Mientras Carolina, su prima, se entretenía usando el poder del Corazón de Diamante en cosas pequeñas e innecesarias —cambiando el color de sus uñas, haciendo levitar objetos sin propósito—, Dan se sentía atrapado en un remolino de pensamientos. Quería olvidar lo ocurrido, borrar la culpa y el miedo, pero la sensación del beso con Alis seguía fresca en su mente, como si el tiempo no hubiera pasado.
Esa noche, se acostó con la cabeza llena de imágenes y emociones contradictorias. Cerró los ojos intentando encontrar paz, pero el recuerdo persistía, nítido y doloroso.
Al día siguiente, mientras desayunaban, sus padres le entregaron una llave con una sonrisa orgullosa.
—Es un regalo para ti, Dan —dijeron—. Un Lamborghini negro, justo como querías.
Dan sonrió con una mezcla de sorpresa y resignación. Sabía perfectamente quién había pedido ese deseo al Corazón de Diamante, porque así de fácil sus padres siempre se negaban.
—Carolina seguro lo pidió por mí —murmuró, sacando el móvil para llamarla.
La llamada fue rápida, y la voz alegre de Carolina le confirmó sus sospechas.
—¡Lo hice para ti! —exclamó—. Ahora podrás llegar al instituto con estilo.
Dan no pudo evitar sonreír. Por un momento, la tensión se disipó y se dejó llevar por la emoción del regalo. Sabía que ese auto sería un símbolo de poder y estatus, pero también un recordatorio constante de lo que habían hecho y lo que estaba en juego.
—Gracias, Carolina —dijo finalmente—. Mañana te llevo al instituto.
Colgó el teléfono y miró por la ventana, pensando en Alis, en el reino en peligro y en el camino que aún debía recorrer.
Al llegar a la casa de Carolina para recogerla, Dan se sorprendió al verla en la puerta. Carolina lucía diferente: su cabello ahora era de un tono rojizo brillante, y sus ojos, que antes eran marrones, relucían con un azul profundo. Llevaba un conjunto de ropa nueva, de diseñador, y una confianza exagerada en su andar.
—¿Qué te hiciste? —preguntó Dan, sin poder ocultar su asombro.
Carolina sonrió, jugueteando con el collar que llevaba el Corazón de Diamante incrustado en el centro.
—¿Te gusta? Decidí cambiar un poco. Es divertido tener opciones, ¿no crees?
Dan la miró con una mezcla de incredulidad y molestia. No solo por los cambios superficiales, sino porque sentía que algo más estaba mal. El poder de la gema era inmenso, y Carolina lo estaba usando para deseos vanos, para satisfacer caprichos y vanidades.
—¿Cuánto has estado usando el diamante? —preguntó, intentando mantener la calma.
Carolina se encogió de hombros, restándole importancia.
—Solo para cosas pequeñas. Nada grave. Además, ¿qué importa? Ahora podemos tener lo que queramos.
Dan apretó el volante. Sabía que el Corazón de Diamante no era un simple juguete, que su magia protegía un reino entero. Recordó, con rabia contenida, que Carolina siempre había soñado con encontrar a su padre perdido, pero ni siquiera había usado un deseo para eso. Todo era superficial, efímero.
—¿No pensaste en pedir ver a tu papá? —preguntó, mirándola de reojo.
Carolina evitó su mirada, cruzando los brazos.
—Eso… no era el momento. Ya lo haré. Ahora solo quiero disfrutar un poco. Además, Dan, ¿por qué estás tan raro desde que volvimos? Antes eras divertido, despreocupado. ¿No puedes olvidar todo eso y volver a ser como antes?
Dan no respondió de inmediato.
—No estoy diferente, soy el mismo de siempre
—No lo sé.. hay algo distinto en ti
— já me lo dices tú a mí? Acaso no te has visto en un espejo ¿como estás ahora?
—Estoy mejor lo admito, bueno solo colócate unos lentes, para que tú cara larga tenga estilo.
Carolina seguía usando la magia e hizo aparecer unas gafas de sol negro al instante.
Apretó los dientes, sintiendo la distancia que crecía entre ellos. La magia había cambiado todo, y él ya no podía fingir que nada había pasado. El Lamborghini arrancó, y ambos se dirigieron al instituto, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Para Dan, el lujo y los deseos no podían llenar el vacío ni apagar la culpa que sentía por lo que habían hecho.
El rugido del motor del Lamborghini negro atrajo todas las miradas en la entrada del Instituto Marienberg. Dan, con gafas de sol y una expresión fría, estacionó el auto justo frente a la puerta principal, consciente de que todos los ojos estaban puestos en él. Carolina salió del auto a su lado, luciendo irreconocible: su cabello de un tono rojizo y sus ojos azules captaron la atención de todos, incluso de sus amigas Yesica y Sofía, quienes la miraron boquiabiertas.
—¡Dan, hermano! —exclamó Frank, acercándose junto a Dereck, ambos con sonrisas de asombro—. ¿De dónde sacaste este coche? ¿Te ganaste la lotería?
Dan les dio una palmada en la espalda, forzando una sonrisa. Por dentro, sentía el peso de la culpa y el vacío de la magia malgastada, pero en ese momento, la fachada era todo lo que importaba.
—Regalo de familia —respondió, sin dar más detalles.
Carolina, por su parte, era el centro de atención. Yesica y Sofía la rodearon, murmurando entre ellas sobre su nuevo look.
—¿Te cambiaste el color de ojos? —preguntó Yesica, fascinada—. ¡Te ves increíble!
—Lo se, se me ve fantástico
Carolina sonrió, disfrutando del efecto que causaba, aunque Dan notaba que algo en ella era distinto, más superficial, más distante.
El timbre sonó, llamando a todos a sus aulas. Los estudiantes comenzaron a dispersarse, pero Dan se quedó un momento junto al auto, mirando la multitud. Fue entonces cuando, entre el bullicio, creyó ver una figura familiar: una chica de cabello dorado, con una luz especial en los ojos, que lo observaba desde lejos.
Por un instante, el mundo pareció detenerse. Dan sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Parpadeó, y la figura ya no estaba. Se frotó los ojos, pensando que tal vez estaba delirando, viendo fantasmas del pasado que no podía olvidar.