Corazón de diamante

El primer vuelo

Había catorce niños en la clase. Alis, con sus alas doradas y enormes, se sentía como una mancha de luz en medio de un mar de alas finas. Apenas entró, las miradas se clavaron en ella, y los susurros comenzaron a recorrer el aula como un viento frío.

—¿Es ella? —murmuró una niña, con la voz cargada de temor—. Dicen que es la que traerá caos.

Alis bajó la cabeza, deseando que sus alas pudieran plegarse hasta desaparecer. Sentía el peso de cada mirada, de cada palabra no dicha. Su pecho se apretaba con una angustia que no entendía del todo, pero que la acompañaba desde que tenía memoria.

El maestro, sin mirar a nadie en particular, ordenó a los niños por tamaño. Alis, ni la más alta ni la más baja, quedó justo en el centro. El espacio era estrecho y, al intentar acomodarse, sus alas rozaron a la niña de atrás.

—¡Ay! ¡Tus alas son grandes y feas! —le susurró al oído, tirándole de una ala con desprecio.

—Perdón.

Alis sintió un pinchazo en el corazón. Tragó saliva, intentando no llorar. “¿Por qué no puedo ser como los demás? ¿Por qué mis alas tienen que ser tan diferentes?”, pensó, sintiendo cómo la soledad la envolvía como una capa helada.

Mientras las demás niñas reían y charlaban entre ellas, Alis se quedó en silencio, observando sus manos. Nadie le dirigía la palabra, salvo para burlarse de ella o para apartarla si se acercaba demasiado.

La clase practicaba saltos desde una cuerda amarrado a la cintura. Una a una, las niñas volaban con gracia, recibiendo aplausos y palabras de ánimo. Cuando llegó el turno de Alis, el maestro se distrajo ayudando a otra niña con las zapatillas. Alis, temblorosa, se aferró a la cuerda, notando cómo la niña de atrás la observaba con una sonrisa maliciosa.

Saltó. Sintió el aire bajo sus alas, pero de pronto la cuerda se rompió —la niña la había cortado a propósito— y Alis cayó de frente contra el suelo. Un ardor agudo le recorrió la frente; la sangre blanca le manchó la ceja.

Las risas estallaron a su alrededor.

—¡Rara! ¡Fea! ¡Gorda! —canturreaban las voces, cada palabra una daga.

Alis se cubrió el rostro, las lágrimas brotando sin control. “¿Por qué nadie me ayuda? ¿Por qué siempre estoy sola?”, se preguntó, sintiéndose más pequeña que nunca.

El maestro apenas le dedicó una mirada.

—Vamos, niñas, no hagan tanto escándalo —dijo, restando importancia a lo ocurrido.

En ese instante, Silfret, que había observado todo desde el fondo, se acercó y empujó a la niña que había lastimado a Alis.

—¡Déjala en paz! —exclamó, con los ojos llenos de rabia.

El maestro regañó a Silfret por empujar, pero ignoró el llanto de Alis. Sin embargo, en medio de su dolor, Alis sintió por primera vez una chispa de esperanza: alguien había visto su sufrimiento.

Aun así, mientras las demás niñas seguían riendo y cuchicheando, Alis supo que, aunque tuviera alas, volar sería siempre más difícil para alguien como ella.
Ese niño que le extendió la mano se volvería su amigo.

Alis regresó al presente. Miró a Texa y, con voz suave, respondió:

—Mi primer vuelo fue… diferente. No fue como el de los demás. Pero aprendí que, a veces, las alas más grandes no siempre son mejores.

Texa le apretó la mano con ternura.
—Y a veces, esas alas son las únicas capaces de cambiar el rumbo del viento.

Alis —dijo con voz cálida—, ¿alguna vez te has preguntado de verdad por qué eres tan única?

Alis se quedó en silencio, removiendo el néctar con la punta de la cuchara. Sus pensamientos se arremolinaban, pesados, como nubes antes de la tormenta.

—Siempre lo supe, Texa. Desde que tengo memoria, todos lo decían. Que estaba predestinada a causar caos. Al principio dudé… quería pensar que era solo un cuento para asustar. Pero ahora, después de todo lo que ha pasado, siento que ese presagio no falló. Quizá… quizá sí estoy maldita.

El eco de la palabra “maldita” pareció oscurecer la luz de la sala. Texa negó suavemente, posando una mano firme sobre la de Alis.

—No, pequeña. No estás maldita. —Su voz era firme, pero dulce—. No fuiste elegida para destruir, sino para reparar lo que otros rompieron antes que tú. Tu destino es sanar el pasado de tus ancestros, no repetir sus errores. Y sé que serás capaz de hacerlo, aunque ahora te cueste verlo.

Alis alzó la vista, buscando en los ojos de Texa algún rastro de duda, pero solo encontró certeza. Por un instante, la esperanza titiló en su pecho, aunque la sombra de la culpa seguía allí, aferrada a su corazón.

—¿Y si no puedo? —susurró—. ¿Y si solo soy el recordatorio de todo lo que salió mal en la realeza?

Texa sonrió con ternura.

—Eres la oportunidad de que, por primera vez, algo salga bien. Eso espero..

En ese momento, la puerta se abrió y entró Hadda, la hija de Texa. Sus alas, largas y finas, vibraban con una energía que llenaba el ambiente. Hadda era veloz, como su madre, y sus quince años apenas disimulaban la admiración que sentía por Alis.

—¿Interrumpo? —preguntó, aunque ya estaba sentándose junto a ellas—. Mamá, ¿de verdad es cierto todo lo que dicen de Alis? ¿Que tiene más poderes que cualquier otra hada? ¡Siempre quise verla en acción! ¿De qué rango eres, Alis? Osea tu aura delata realeza pero distinta a como es a Leo

Alis sonrió, algo incómoda por la atención, pero enternecida por la sinceridad de Hadda.

—No lo sé, Hadda. Creo que… tengo muchos poderes, pero ninguno los domino del todo. Puedo levantar cosas con la mente, sanar heridas, teletransportarme a lugares que conozco, camuflarme, encogerme o agrandarme, manipular objetos o seres en diferentes formas… incluso puedo volar rápido, crear cosas de la nada, o hacer réplicas, aunque a veces solo salen huecas, como un huevo vacío. Pero… —hizo una pausa, bajando la voz— aún no soy buena en ninguno. Todo lo que hago me sale a medias.

Hadda abrió los ojos con asombro.

—¡Eso es increíble! Yo solo puedo moverme rápido, como mamá, pero tú… tú eres como todos los rangos juntos. ¡No me extraña que la gente hable de ti!




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