Corazón de diamante

Jamet y su confesión

Era la segunda noche que Alis pasaba fuera del Reyno de su mundo y fue acomodada en un lugar junto a Jamet Leo y Hadda. La habitación estaba en silencio. El respiro acompasado de Hadda y Leo llenaba el aire con un ritmo tranquilo, pero Alis no podía dormir. Sus pensamientos se agolpaban sin descanso: el plan de Zayet, la misión de recuperar el corazón de diamante, lo que sentiría al tener a Carolina frente a ella… y sobre todo, Dan. Su mente no hacía más que repetir su rostro, sus palabras, su contradicción entre el amor y el odio.

Giró sobre su costado, mirando a Leo. Aún le resultaba extraño aceptar que ese joven era su hermano, alguien de su propia sangre, y al mismo tiempo tan desconocido. Luego pensó en el Reino: el hogar que nunca pudo conocer en paz, las miradas de desconfianza, la carga de la profecía. Todo parecía tan lejano y pesado a la vez.

Levantó un poco la vista y sus ojos se cruzaron con los de Jamet. Él tampoco dormía. La observaba en silencio desde su rincón, y ese simple hecho la puso incómoda. Recordó lo que él pensaba de la realeza, el rencor que cargaba contra todo lo que ella representaba. Se giró para darle la espalda, pero antes de cerrar los ojos escuchó su voz baja, un susurro casi imperceptible:

—Es difícil, ¿no?… tener que cargar con algo que sucedió repentino.

Alis se tensó un instante. Dudó si responder, pero notó que sus palabras no sonaban burlonas ni hostiles. Eran… sinceras.

—Sí… —murmuró, sin darse vuelta—. Mi vida cambió demasiado rápido. A veces siento que ni siquiera me pertenece.

Hubo un silencio. Luego escuchó pasos suaves. Jamet se levantó y, tras una breve pausa, añadió:
—Ven.

Ella lo miró de reojo. Hadda y Leo dormían profundamente. Dudó, pero finalmente se incorporó y lo siguió. Salieron despacio de la habitación hasta un pasillo donde una gran ventana dejaba ver la ciudad iluminada a lo lejos, las luces mágicas flotando como luciérnagas en el horizonte.

Se quedaron un momento en silencio, contemplando. Jamet parecía buscar palabras, y Alis sentía esa misma necesidad de entenderlo.

—¿Sabes? —empezó él, apoyándose contra el marco de la ventana—. Nunca supe cómo darte ánimo… no soy bueno con eso, me es fácil ser enojón, impaciente o burlarme Pero entiendo lo que sientes. Mi vida también dio un giro cuando era apenas un niño.

Alis lo miró, sorprendida por ese tono confesional.

—Jamet… —se atrevió a preguntar—. ¿Por qué odias tanto a la realeza? Osea se que hicieron atrocidades que yo no sabía pero no lo toleras como tus padres.

Él apretó los labios. Sus ojos se oscurecieron con un recuerdo que aún dolía.

—No es tanto lo que me hicieron… si no lo que siguió. —Respiró hondo—. Yo era muy pequeño cuando pasé a este mundo junto a mi familia. Apenas recuerdo nuestra llegada, pero sí recuerdo el miedo. Nos atacaron bestias enormes, ratas gigantes de ojos rojos… y yo… yo estuve a punto de ser devorado, claro luchamos pero éramos pequeños y eran bastantes un mundo nuevo grande y desconocido.

Alis abrió los ojos con asombro, llevándose una mano a los labios.

Jamet bajó la mirada, sus manos inconscientemente rozando su espalda, donde sus alas alguna vez estuvieron.
—En ese ataque… mis alas fueron destrozadas. Nunca aprendí a volar. Nunca tuve esa libertad que todos ustedes tienen por naturaleza. Y la realeza… —hizo una mueca amarga—, ellos fueron quienes nos condenaron a muerte sin decirlo.

Alis sintió un nudo en el pecho. Quiso decir algo, pero no supo qué. Se acercó un paso, con la mirada humedecida.

—Lo siento… —susurró, con voz temblorosa—. No sabía que habías pasado por todo eso, por mi parte no me tocó luchar con nada.

Jamet la miró entonces, y en sus ojos ya no había odio, sino cansancio. Dolor humano.
—No tienes que disculparte. No eras tú. Pero ahora entiendes por qué nunca he confiado en tu mundo… ni en lo que representas.

Alis bajó la vista, aunque por dentro sentía que algo en él había cambiado. Y en ella también: el peso de su corona y de su nombre se volvió más real, pero también comprendió un poco más la herida de Jamet. Aún contemplaba las luces de la ciudad, cuando Jamet soltó un leve suspiro y la miró de reojo.

—¿Sabes? —dijo con voz más suave—. Eres más fuerte de lo que piensas. Has cargado con miedo, rechazo y dudas, y aún así estás aquí, luchando por todos… incluso por quienes no lo merecen. Eso… es increíble.

Alis lo miró, sorprendida por sus palabras. Sonrió apenas, pero su sonrisa era sincera.
—Jamet, nunca pensé escuchar algo así de ti.

Él se encogió de hombros, con una sonrisa ladeada.
—Ni yo pensé decirlo. Quizá me estás cambiando sin darme cuenta.

Alis soltó una risita nerviosa, llevándose la mano al pecho. El ambiente se volvió más liviano, como si por un momento las heridas del pasado hubieran quedado lejos.

Jamet la observó en silencio, sus ojos fijos en la forma en que un mechón de su cabello dorado caía rebelde sobre su rostro. Se inclinó un poco hacia ella y, con un gesto inesperadamente delicado, lo apartó con la yema de los dedos.

—Jamet… —susurró ella, su corazón acelerado.

Él no respondió. Sus miradas se encontraron, y por un instante pareció que iba a acercarse más, como si buscara el roce de un beso que lo confirmara todo.

Pero antes de que el momento se consumara, Alis parpadeó, dándose cuenta de algo. Sus ojos se abrieron con repentina claridad.
—No te tomaste la nitrita… ¿verdad?

Jamet se quedó quieto, a medio camino de la confesión. Luego, en lugar de negarlo, sonrió de lado y soltó una carcajada baja, entre divertida y nerviosa.
—¿Y si no? —respondió, evitando su mirada.

Alis retrocedió un paso, incómoda. Todo lo que había dicho, toda esa cercanía… ¿era realmente él, o solo el efecto de aquel beso?
—Entonces… —dijo en voz baja, apretando los labios—. Todo esto, lo que sientes, lo que dijiste… ¿es solo un efecto secundario?




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