Dentro del domo, los destellos de magia iluminaban la sala como relámpagos atrapados. Cada golpe hacía retumbar los cimientos; las paredes crujían, pero nada salía más allá de la barrera que Alis había creado.
Carolina era un torbellino de fuerza desatada, lanzando hechizos como látigos. Alis, en cambio, se movía con agilidad, desapareciendo y apareciendo en destellos, esquivando con reflejos rápidos, devolviendo ataques medidos que solo buscaban detenerla, no destruirla.
—¡Carolina! —gritó mientras evitaba una descarga—. ¡No quiero dañarte!
—¡No lo harás! —rió Carolina con maldad, con el diamante latiendo en su pecho—. Tu poder no es suficiente.
Sus ojos la seguían sin descanso, calculando cada movimiento. Entonces, de improviso, unas raíces emergieron del suelo y apresaron los tobillos de Carolina.
En un movimiento audaz, Alis apareció justo frente a ella.
Pero la otra no vaciló: con un rugido, destrozó las raíces con una ráfaga de energía y lanzó a Alis por los aires con un torbellino de viento. Alis logró girar y aterrizar de pie, aunque la sorpresa se reflejaba en sus ojos.
Carolina sonrió con un brillo retorcido.
—Veo que mejoraste. —Levantó la mano, dejando que chispas corrieran entre sus dedos—. Quizá pueda cambiar de opinión… si te unes a mí.
Alis apretó los dientes.
—Estás demente si crees que lo haría.
—¿Por qué no? —Carolina flotaba lentamente, como una sombra acechante—. Tú misma lo dijiste antes: tu Reino te desprecia. Para ellos eres insignificante.
Alis dio un paso atrás, la respiración agitada. El recuerdo de las veces que había sentido el rechazo de su gente se clavó en su pecho.
Carolina rió, oscura.
—Ah… duele, ¿verdad? —Sus ojos brillaron con un destello carmesí—. Tu Reino ya se está destruyendo solo. Yo lo sé… porque acabo de ver tus pensamientos.
Alis se paralizó.
—¡¿Qué…?!
Carolina había leído su mente. Cada inseguridad, cada herida, estaba expuesta.
—Tú misma destruirás tu Reino, Alis —dijo con voz venenosa—. Quizá ya no quede nada.
Las palabras funcionaron como una daga. El corazón de Alis titubeó, y Carolina aprovechó.
—¿Para que luchas tanto?
— Nadie te dejó ser como eres.
Con un golpe feroz, hizo que unos fierros retorcidos del techo cayeran, aprisionando los brazos y las piernas de Alis contra la pared. Alis jadeó, luchando en vano por liberarse. El sudor le corría por la frente, y la teletransportación se le escapaba como agua entre los dedos.
Carolina la sujetó del hombro con fuerza, clavándola contra el muro. En la otra mano sostenía un hierro con la punta afilada, lo suficientemente cerca de su corazón como para hacerla temblar.
—Mírate… vulnerable, débil. —La voz de Carolina era un susurro envenenado—. Si te quedas aquí, conmigo, este mundo será distinto. Nadie te exigirá ser perfecta. Nadie esperará tanto de ti.
Alis cerró los ojos un instante, luchando contra el veneno de esas palabras. La punta metálica rozaba su piel, y por primera vez en mucho tiempo… sintió miedo real.
Por otro lado Dan____
Dan golpeaba con desesperación la invisible prisión que lo mantenía fuera del instituto.
—¡Alis! —rugía, arañando, golpeando con los nudillos hasta que le sangraron.
No podía ver nada, solo la silueta difusa del domo que encerraba a Alis y Carolina. No había movimientos, no había destellos… solo silencio. Y ese silencio lo estaba volviendo loco.
La idea de que Carolina pudiera estar ganando lo destrozaba.
Con un grito de rabia, cargó contra la barrera invisible. Una, dos, tres veces. El dolor recorrió su cuerpo, pero siguió insistiendo hasta que, por un extraño milagro —o quizás por pura voluntad—, la esfera se resquebrajó. El aire se abrió con un chasquido y Dan cayó de rodillas, jadeando.
Se levantó de golpe y corrió hacia el instituto.
Jamet fue el primero en notarlo.
—¡No… no puede ser! —exclamó, viendo la silueta de Dan atravesar lo imposible.
—¿Qué… cómo lo hizo? —Hadda abrió los ojos como platos.
Leo intentó seguirlo, pero se estrelló contra la barrera sin poder atravesarla.
—Es imposible… —murmuró, incrédulo.
—Está demente… —gruñó Jamet, apretando los dientes.
Pero ya era tarde: Dan corría directo hacia el domo. Y como si una fuerza invisible lo guiara, atravesó la pared mágica sin resistencia, desapareciendo de la vista de los demás.
Adentro, el aire estaba cargado de polvo y chispas. Dan vio a Alis atrapada, su cuerpo inmovilizado contra la pared, mientras Carolina levantaba un hierro afilado directo hacia su pecho.
—¡No! —Dan no lo pensó. Agarró un pedazo de madera astillada del suelo y, con todo su impulso, lo estrelló contra la espalda de Carolina.
Ella gritó, tambaleándose hacia adelante. El hierro cayó de su mano.
Aprovechando ese segundo, Dan se lanzó hacia Alis, arrancándole los fierros que la sujetaban. Con un movimiento desesperado, sus dedos alcanzaron el collar y lo arrancó del cuello de Carolina.
El corazón de diamante brilló en su mano como una llama atrapada.
—¿C… cómo pudiste? —Carolina se giró, los ojos desorbitados, la voz quebrada entre furia y traición.
Dan retrocedió, sujetando el collar con fuerza.
—¡No te acerques!
Carolina extendió las manos hacia él, suplicante y venenosa a la vez.
—Dan… Danisito… querido primo… —su voz cambió, dulce y manipuladora—. Entrégame el collar. Sabes que me pertenece.
Dan apretó los dientes, sosteniendo el diamante en alto, como si al hacerlo lo mantuviera lejos de ella y de sí mismo.
—No. —Su voz fue firme, cargada de determinación—. No volverás a usarlo.
Carolina dio un paso al frente, los ojos encendidos de locura.
—¡Dámelo!
Dan la miró fijo, y por primera vez, su miedo desapareció.
—No… porque esto no te pertenece.
Alis, aún débil, lo miró con los ojos muy abiertos, un nudo de emociones en la garganta.