Corazón de diamante

Tristeza en el aire

En el Reino de Sion, el tiempo parecía haberse detenido… y a la vez corría demasiado rápido.
La cámara donde alguna vez brilló el corazón de diamante estaba ahora llena de guardianes y sabios. Allí, la Reina mantenía sus manos extendida, entregando su propia energía para sostener lo poco que quedaba del Domo mágico. Cada respiro le costaba, pero no permitía que la vieran flaquear.

Afuera, el sonido metálico de espadas siendo afiladas y martillazos constantes llenaba el aire. Los líderes de cada tribu reunían a los jóvenes y adultos, preparando lo inevitable: la batalla.

La tribu de la fuerza y la velocidad trabajaban unidas, construyendo armaduras más resistentes, armas reforzadas, escudos que brillaban con runas apenas encendidas. Solo los más adultos y fuertes habían sido llamados al frente… pero ahora, por orden de los líderes, los jóvenes eran reclutados también.

Era un golpe que el Reino entero sentía.

En cada hogar, las madres despedían a sus hijos con lágrimas, sobre todo aquellas que solo tenían uno. El miedo de perderlo lo impregnaba todo.

En una casa al borde del bosque, la madre de Silfret sostenía las manos de su hijo con desesperación. Sus ojos brillaban de angustia.

—¿Y si no vas? —suplicó—. Podrías quedarte en la construcción del Domo. Ahí también hacen falta.

Silfret negó con suavidad, acariciando sus hombros para tranquilizarla.
—No, mamá. Debo hacer esto. El Reino cuenta conmigo.

—¡Pero no es necesario! —insistió ella, con la voz quebrada—. Puedes pedir que te cambien de grupo. Tu padre ya está en las fuerzas mayores… no puedo perder a los dos.

Él sonrió con melancolía y le sostuvo el rostro.
—Mamá, estaré bien. Además, no puedo negarme: mi nombre ya está entre los reclutas. Y lo sabes… tengo mayor categoría.

—¡No me importa! —exclamó ella con lágrimas—. No quiero perderte, hijo…

Silfret apoyó su frente contra la de ella.
—No me perderás.

El silencio se quebró con un murmullo ahogado de su madre, que dejó salir lo que había guardado por años.
—Nada de esto habría pasado si esa tonta princesa no hubiera traído a esos forasteros… como la odio.

Silfret se apartó un poco, sorprendido.
—Mamá, no digas eso. Es la princesa… la hija de la Reina.

—¡No me importa! —sollozó—. Puedo perderte por su culpa. Siempre sospeché que traería desgracias, y no me equivoqué.

Silfret la miró con ternura y tristeza. No quiso discutir más. Solo la abrazó fuerte, le dio un beso en la frente y se apartó.
—Ya, mamá… me voy.

Ella lo siguió con la mirada mientras él desplegaba las alas y se alejaba hacia el punto de reunión.
—¡Cuídate, cariño! —gritó con la voz rota.

Cuando lo perdió de vista, entrelazó los dedos y elevó una plegaria silenciosa al cielo, con nostalgia y desesperanza, pidiendo que lo cuidaran.

En ese mismo instante, una trompeta resonó en todo el Reino, larga y solemne.

Era la señal.

Las madres comenzaron a salir de sus casas, muchas con lágrimas en los ojos, despidiéndose de los muros que habían guardado sus recuerdos. Miraban una última vez los rincones donde alguna vez hubo risas y abrazos. Nadie sabía si volverían a verlos.

La orden de la Reina era clara: debían dirigirse al castillo.
Unirse… y esperar a que se acabe el Domo una cúpula de hierro

Silfret estaba formado en la larga fila de reclutas. La armadura ligera que le habían entregado aún no terminaba de ajustarse a su cuerpo, y sin embargo, la llevaba con una seriedad férrea. Miraba al frente, pero su corazón estaba en otro lugar.

Alis.

Desde que había partido, sentía un vacío extraño, como si hubiera perdido una parte de sí mismo. Ella no era solo su princesa: era su mejor amiga, casi una hermana. Recordaba con nitidez cómo solía reír con curiosidad ante todo, cómo se metía en problemas por querer descubrir lo que estaba prohibido, cómo sus ojos brillaban cuando hablaban de sueños imposibles. Y se entristeció al pensar que la última vez que la vio no tuvo tiempo de decirle lo mucho que significaba para él.

“¿Estará bien… en ese lugar desconocido?”, pensó, con el pecho apretado.

El sonido de botas resonando sobre la tierra lo sacó de sus pensamientos. El comandante de su grupo caminaba por entre las filas, su mirada recia repasando cada rostro. Era un hombre alto, de facciones endurecidas por anterior batalla, cuya sola presencia imponía silencio.

—Ustedes son los mejores guerreros de este Reino —tronó su voz, fuerte como un tambor—. Y lo saben. Este destino estaba escrito… solo se adelantó.

Silfret tragó saliva, enderezando la espalda.

—Sus padres, al igual que ustedes, fueron a la batalla. Algunos volvieron victoriosos… otros, no. —Hizo una pausa para mirarles uno a uno—. Y también ustedes volverán.

Su tono no admitía dudas.

El comandante se detuvo junto a Silfret. Por un instante, él creyó que lo llamaría, que le daría una orden personal, pero el hombre giró apenas hacia la izquierda. Allí estaba Zae, un joven apenas mayor que él, con la armadura temblando en sus hombros. Su rostro estaba surcado por lágrimas secas.

—¿Qué pasa, soldado Zae? —la voz del comandante fue dura—. ¿Acaso tiene miedo?

Silfret, sin mover el cuerpo, giró los ojos hacia su compañero. El chico apenas pudo hablar.

—S-sí, señor. —Su voz se quebró—. Temo… temo no volver a ver a mi familia.

—¿Tiene familia? —preguntó el comandante, sin suavizar el tono.

—Sí… una niña pequeña… y un bebé recién nacido. —Las manos de Zae temblaban sobre el arma—. Temo no volver a verlos.

Hubo un silencio breve, pesado. El comandante lo miró fijo, y finalmente habló con firmeza.

—Pues no tema. Sea fuerte. —Se inclinó apenas hacia él, con voz grave—. Estas cosas se alimentan del miedo.

Zae asintió, intentando contener las lágrimas.

Una vez que el comandante dio la orden de descanso, las filas se movieron hacia las mesas donde habían colocado raciones. Eran pequeñas masitas con porciones dulces hechas de flores y frutas, suficientes apenas para sostenerlos antes del entrenamiento final.




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