Ella había seguido su instinto, ese mismo que desde la noche anterior la mantenía en vilo, con el recuerdo del joven que la había salvado grabado en cada pensamiento. Estaba en frente suyo, apoyado contra un tronco grueso, con los brazos cruzados y la mirada perdida en el horizonte verde. Tenía algo indómito en la postura, como si no perteneciera al tiempo ni al lugar, sino a una esencia más profunda.
Dio un paso hacia él, dudando, y su voz rompió el silencio:
—Quería encontrarte… para agradecerte.
Él giró despacio, con la calma de quien sabe que nada lo sorprende. Sus ojos la recorrieron con cautela, sin mostrar emoción.
—No era necesario.
Clara tragó saliva, insegura, y luego alzó la voz con más firmeza:
—Me llamo Clara… Clara Elizabeth Duarte. —El nombre le salió con un temblor suave, como si al pronunciarlo se despojara de la máscara de niña rica que todos conocían.
El joven asintió apenas, sin moverse de su sitio.
—Aukan Nahuel.
El nombre retumbó en ella como un eco antiguo, cargado de misterio. Clara sonrió con timidez, intentando acercarse un poco más.
—Es un nombre fuerte… ¿qué significa?
Él sostuvo su mirada, intenso.
—Aukan es rebelde. Nahuel, tigre. —Una sombra le cruzó el rostro—. Y eso es lo único que deberías saber de mí.
Clara sintió un leve nudo en la garganta, pero no retrocedió.
—No estoy aquí para interrogarte, Aukan. Solo… no podía quedarme sin agradecer. Me salvaste, y eso nadie lo había hecho antes.
Él desvió la vista hacia los árboles, como buscando alejarse de sus palabras.
—No busques en mí lo que no vas a encontrar.
—¿Y cómo sabés qué busco? —replicó Clara, con una chispa de rebeldía que ni ella misma esperaba.
El silencio se volvió espeso. El viento agitaba las hojas, y Clara sintió que ese instante podía quebrarse en cualquier dirección.
Finalmente, Aukan suspiró, sin mirarla directamente:
—Tu mundo y el mío nunca se cruzaron. Y no deberían empezar ahora.
Dicho esto, giró y comenzó a caminar entre la espesura. Clara lo siguió con la mirada, con el corazón latiendo con fuerza. Algo en su interior le gritaba que no iba a dejarlo desaparecer así de su vida.
Ese primer intercambio de nombres había abierto una puerta que ninguno de los dos podría cerrar tan fácilmente.