El eco de los pasos pesados de la bestia aún vibraba entre los árboles cuando Clara se levantó del suelo. El miedo le apretaba el pecho, pero había algo más fuerte que el temblor de sus piernas: la necesidad de no dejarlo ir.
—No voy a perderte… —susurró, más para sí misma que para el bosque.
Sin pensar en el peligro, corrió tras las huellas marcadas en la tierra húmeda. El aire frío cortaba su piel, las ramas le arañaban los brazos, pero sus ojos solo buscaban la silueta que desaparecía entre la espesura. El rugido lejano de un río la guió hasta un claro más profundo, donde la luna se reflejaba sobre un arroyo que serpenteaba brillante.
Allí, al otro lado del agua, se levantaba una pequeña cabaña de troncos. Era sencilla, casi escondida entre los árboles, con humo escapando por una chimenea rudimentaria. Clara contuvo el aliento.
La bestia se acercó tambaleante a la puerta. Ya no se movía con la fiereza de antes, sino como si cada paso le costara. Apoyó una garra sobre el marco, y en ese instante, Clara lo vio: el cuerpo comenzó a contraerse, el pelaje a hundirse en la piel, los colmillos a retraerse.
La criatura soltó un gemido grave, mitad rugido, mitad lamento humano. Clara observaba, paralizada, cómo las facciones salvajes se disolvían hasta dejar al descubierto el rostro sudoroso de Aukan Nahuel, jadeando, cubierto apenas por los jirones de su ropa desgarrada.
Él se dejó caer sobre un banco de madera frente a la cabaña, respirando con dificultad, con las manos aún temblando.
Clara llevó una mano a su boca, conteniendo un grito que le ardía en la garganta.
Era cierto. Lo que había visto no era un espejismo del miedo: Aukan y la bestia eran uno.
El muchacho alzó la cabeza, como si hubiera percibido su presencia. Sus ojos humanos, cansados pero intensos, buscaron entre las sombras del bosque.
Clara dio un paso atrás, pero una rama se quebró bajo su pie. El chasquido sonó como un disparo en la quietud de la noche.
Aukan se puso de pie de inmediato, sus músculos tensos, los ojos encendidos de alarma.
—¿Quién anda ahí? —gruñó con voz grave, cargada aún del eco animal.
Clara se quedó inmóvil, atrapada entre el impulso de correr y el deseo de acercarse. El corazón le golpeaba con fuerza en el pecho. Sabía que, si salía de su escondite, ya no habría vuelta atrás.