El aire cambió.
Fue sutil al principio, un leve temblor entre las hojas, un murmullo distante que se confundía con el viento. Pero Aukan lo sintió enseguida: esa vibración profunda, casi imperceptible, que recorría la tierra como un suspiro contenido demasiado tiempo.
—¿Qué pasa? —preguntó Clara, notando su tensión.
Aukan levantó la vista hacia los árboles. El cielo, que hasta hacía un instante brillaba con la claridad del mediodía, comenzaba a oscurecerse. Un manto gris avanzaba desde las montañas, como una sombra viva que se arrastraba sobre las copas del bosque.
—No deberías estar acá ahora… —murmuró él, casi para sí mismo.
—¿Por qué? —Clara dio un paso hacia él, inquieta.
—Porque el espíritu… no está solo.
Un rugido profundo resonó entre los árboles, tan grave que el suelo vibró bajo sus pies. Los animales, que antes los rodeaban pacíficamente, huyeron despavoridos en todas direcciones. El agua del lago comenzó a agitarse como si algo se moviera debajo.
Aukan la tomó del brazo con firmeza.
—Tenemos que irnos.
—¿Qué es eso?
—Algo que dormía… y que no debería haber despertado.
Corrieron entre los árboles, esquivando raíces y ramas que parecían cerrarse sobre ellos. Clara apenas podía seguirle el paso; sentía el corazón latiendo con fuerza, pero más por el miedo a lo desconocido que por el esfuerzo.
De pronto, un grito desgarrador cortó el aire. No era humano. Era algo más profundo, antiguo, lleno de rabia. Clara se detuvo, temblando.
—¡Aukan!
Él la empujó suavemente, señalando un sendero estrecho.
—Seguí ese camino hasta el claro. Vas a ver una casa con humo. Es la de la abuela Rayen. Decile que yo te mandé. No te detengas.
—¿Y vos?
—Yo tengo que volver. No puedo dejar que esa cosa se desate.
—¡No! —Clara lo sujetó del brazo—. No podés enfrentarlo solo.
Aukan la miró a los ojos. En ellos había una mezcla de ternura y determinación que la desarmó.
—Es mi deber, Clara. El bosque me lo exige.
Antes de que ella pudiera responder, Aukan corrió hacia la oscuridad que se formaba entre los árboles. Su figura se desdibujó entre la niebla, y Clara creyó ver por un instante cómo su silueta se transformaba: músculos tensándose, ojos brillando con un resplandor dorado, el lobo despertando en su interior.
Ella corrió por el sendero indicado, con lágrimas que se mezclaban con la lluvia que empezaba a caer. El rugido volvió a escucharse, más cerca, más violento.
Cuando por fin llegó al claro, la abuela Rayen ya la esperaba en la puerta de su cabaña, como si supiera lo que estaba ocurriendo.
—Entrá, niña —dijo con voz ronca pero firme—. Él hará lo que tiene que hacer.
Clara, temblando, se giró una última vez hacia el bosque. Entre los relámpagos creyó ver un resplandor plateado moverse entre los árboles: Aukan, convertido, enfrentando algo enorme que se alzaba desde las sombras, una figura de humo y garras.
El trueno estalló, y el rugido de la bestia se mezcló con el del cielo.
Rayen la tomó del hombro y la hizo entrar, cerrando la puerta con un cerrojo de hierro.
—Reza, hija —susurró—. Esta noche, el bosque va a decidir si todavía le pertenece a la luz… o a la oscuridad.