El viento golpeaba la cabaña como si quisiera arrancarla de los cimientos. Las paredes de madera crujían, el techo rezumbaba con cada trueno, y el aire estaba cargado de un olor a tierra y a humo que se colaba por cada rendija.
Clara estaba junto a la ventana, con las manos temblorosas aferradas al marco. Afuera, los árboles se inclinaban violentamente y el bosque rugía como un animal herido. Cada relámpago iluminaba las copas de los pinos, y por un instante podía verse una sombra enorme moverse entre ellos.
—No puede enfrentarlo solo… —murmuró, con la voz quebrada.
Rayen, la anciana de cabello trenzado y ojos oscuros como el carbón, echó más leña al fuego sin mirarla.
—No está solo, niña. El bosque pelea con él.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó Clara, girándose hacia ella—. ¿Qué fue lo que despertó?
Rayen levantó la vista. Su rostro, surcado de arrugas, parecía tallado por el mismo tiempo.
—Lo llaman Wekufe. Un espíritu corrompido. Habita las raíces más hondas del monte. Estuvo dormido muchos inviernos, hasta que algo lo llamó.
—¿Qué lo llamó?
—El desequilibrio —respondió la anciana con calma—. Cuando el hombre rompe la armonía del suelo, cuando la codicia tala, contamina y olvida, el Wekufe despierta. Y entonces busca carne… y sangre.
Clara sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Se acercó al fuego, buscando calor, aunque lo que la helaba no era el frío sino el miedo.
—¿Y Aukan? ¿Por qué tiene que enfrentarlo él?
Rayen suspiró.
—Porque nació con la marca del guardián. Su linaje fue bendecido y maldito a la vez. Su padre también lo fue, y el padre de su padre antes que él. Pero Aukan… —hizo una pausa, su mirada se volvió triste—. Aukan cargó con algo más.
Clara la observó con atención.
—¿Qué querés decir?
—Su padre murió cuando él era apenas un niño. Lo mató el mismo espíritu que ahora ruge en el monte. Desde entonces, Aukan juró proteger estas tierras, aunque le costara su alma. Por eso no teme a la bestia… porque ya la conoce.
El corazón de Clara se encogió. Todo cobró sentido: la mirada distante de Aukan, su soledad, la forma en que hablaba del bosque como si fuera una extensión de sí mismo.
Afuera, un nuevo rugido sacudió la noche. La ventana vibró, y el fuego pareció titilar con cada impacto.
—¡Aukan! —gritó Clara, corriendo hacia la puerta.
Rayen la detuvo con fuerza sorprendente para su edad.
—¡No! No salgas. Si cruzás ese umbral mientras la luna gobierna, el bosque podría tomarte también.
Clara se quedó quieta, respirando agitada, con las lágrimas corriendo por sus mejillas. Se dejó caer de rodillas junto al fuego, temblando.
—No quiero que muera…
La anciana se arrodilló a su lado y le puso una mano sobre la cabeza.
—Si el espíritu lo ha elegido, nada puede matarlo esta noche. Pero si el Wekufe logra corromper su alma, entonces sí… perderemos a Aukan y al guardián con él.
Las llamas del fuego crepitaron con fuerza, proyectando sombras que danzaban en las paredes. Por un instante, Clara creyó ver una figura en el humo, la silueta del lobo, con sus ojos dorados mirándola fijamente.
Y en medio del estruendo del bosque, una voz profunda pareció resonar en su mente:
> Clara… no temas. Aun en la oscuridad, te encuentro.
Ella cerró los ojos, apretando el medallón que Aukan le había dado horas antes sin explicaciones. El metal estaba caliente, como si algo vivo latiera dentro.
Rayen murmuró una oración en su lengua ancestral, y el fuego respondió con una chispa azul.
La tormenta rugió una última vez… y luego, el silencio.