Clara no durmió en toda la noche.
El brillo del colgante no se apagaba del todo, como si algo o alguien, desde el corazón del bosque, la llamara con insistencia.
Al amanecer, decidió no pensarlo más. Preparó una mochila pequeña, se vistió con ropa cómoda y salió sin avisar. Solo dejó una nota sobre la mesa de su habitación: “Necesito aclarar mi cabeza. Vuelvo pronto.”
El cielo estaba gris y el aire olía a tierra húmeda. Mientras caminaba por el sendero que salía de la ciudad, su corazón latía con un ritmo que parecía acompañar el murmullo del viento.
Al doblar por el viejo camino de tierra, una voz la interrumpió.
—¡Clara! —era Julián Santillán, el mismo joven con el que había cenado días atrás. Estaba subido a su moto, sonriendo con esa seguridad heredada de quien lo tuvo todo fácil en la vida—. ¡Qué sorpresa verte por acá! ¿A dónde vas tan temprano?
Ella fingió calma.
—Solo necesitaba caminar un poco, despejarme.
Él bajó de la moto y se acercó demasiado, con una sonrisa que no terminaba de agradarle.
—¿Otra vez por la zona del campo? Tenés que dejar de ir sola por ahí. Si querés, te acompaño.
—No, gracias. Prefiero ir sola.
—¿Sola? —repitió, alzando una ceja—. No me digas que vas a ver a ese tipo que te ayudó la otra vez. Me dijeron que vive por ahí… un tal Nahuel, ¿no?
Clara se detuvo en seco.
—No tenés idea de lo que hablás.
Él soltó una risa corta.
—Vamos, Clara. ¿Qué le ves a un salvaje que ni estudios debe tener? No es de tu mundo.
—Tal vez mi mundo no es el que quiero —respondió ella con firmeza, mirándolo directo a los ojos.
La expresión de Julián cambió. El orgullo herido le endureció el rostro.
—¿Así que eso es? ¿Lo estás defendiendo? —dio un paso hacia ella—. Mirate, Clara Duarte, siempre tan perfecta… y ahora encaprichada con un tipo del monte.
Ella respiró hondo, intentando no responder con rabia.
—No lo entenderías, Julián. No se trata de él… se trata de lo que encontré allá. Algo que vos ni siquiera podrías ver.
Y sin más, siguió caminando.
Él la observó alejarse entre los árboles, la mochila a la espalda y el cabello suelto agitándose con el viento. Por un momento dudó, pero la curiosidad y los celos pudieron más. Encendió la moto y comenzó a seguirla a distancia, sin hacer ruido.
El camino se volvió más angosto, cubierto de raíces y hojas secas. Clara caminaba con paso firme, guiada por el leve resplandor del colgante que asomaba por debajo de su abrigo.
Cuando finalmente alcanzó el límite del bosque, Julián apagó el motor y la vio adentrarse sin mirar atrás. Su respiración se volvió agitada.
—¿Qué hace entrando ahí sola? —murmuró entre dientes—. No puede ser por simple paseo.
Entonces la siguió, internándose tras ella, sin imaginar que el bosque no toleraba intrusos con el corazón lleno de rabia.
A medida que avanzaba, el aire se volvía más denso y los sonidos del mundo parecían apagarse. El canto de los pájaros cesó. Solo se escuchaba el crujir de las hojas y el eco de su propia respiración.
Entre las sombras, algo lo observaba.
Y mientras Clara se perdía entre la bruma, sin saber que era seguida, un par de ojos dorados se abrieron entre los árboles, atentos a cada paso.