El murmullo se había vuelto grito.
En la plaza del pueblo, los hombres hablaban todos a la vez, sus voces cargadas de furia y miedo.
—¡Otra vez el lobo!
—¡Mató a la familia Moreno!
—¡Esta vez no se escapa!
La noticia se había propagado como fuego en pasto seco. Nadie quería escuchar razones. Solo querían sangre.
El comisario Rivas, un hombre robusto con la mirada endurecida por los años, tomó la palabra:
—Ya conocemos el rastro. Las huellas vienen del norte, del monte viejo. Reuniremos voluntarios esta misma noche. Armados. Si ese animal sigue vivo, lo cazaremos antes del amanecer.
Los hombres asintieron. Algunos jóvenes sonreían nerviosos, creyendo que iban a vivir una aventura. Otros, con el rostro tenso, simplemente apretaban sus escopetas.
Clara llegó corriendo, sin aliento, el cabello despeinado y la mirada de alguien que no puede más con la angustia.
—¡Deténganse! —gritó desde el borde de la multitud. Todos se giraron hacia ella.
—Señorita Duarte, esto no es asunto para usted —dijo el comisario, con voz seca.
—¡No saben lo que hacen! ¡No es el lobo quien hizo eso!
Una carcajada se oyó entre la gente.
—¿Y cómo lo sabés, Clara? —preguntó Julián, saliendo entre los hombres, impecable, el rostro serio—. ¿Acaso lo conocés?
Clara sintió un escalofrío.
—Julián…
Él la miró fijo, con una falsa compasión que solo escondía veneno.
—Todos te apreciamos, Clara. Pero este asunto es peligroso. Si estás involucrada con ese tipo del monte, es mejor que lo digas ahora.
Los murmullos se levantaron de inmediato.
—¿El indio?
—Dicen que vive cerca del bosque…
—Siempre fue raro…
Clara retrocedió, temblando.
—No saben lo que están diciendo. Él no es un asesino. ¡Él los protege!
El comisario golpeó la mesa con la palma.
—¡Basta! Nadie protege a nadie matando gente. El rastro es claro. Esta noche salimos.
Julián se acercó un poco más y bajó la voz, mirándola con una sonrisa gélida.
—Si de verdad lo conocés, deberías convencerlo de entregarse. Así nadie más muere.
Clara lo miró a los ojos… y algo cambió.
Había algo en él, algo oscuro, un brillo en la mirada que no era humano.
Sin decir una palabra más, giró y se fue.
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El sol caía cuando llegó a la cabaña.
Aukan la esperaba afuera, de pie junto al fuego, como si supiera que vendría.
—Lo sé —dijo apenas ella lo miró—. Escuché los disparos a lo lejos. Vienen por mí.
—Tenés que irte —dijo Clara, con la voz quebrada—. Quieren matarte, Aukan. Dicen que fuiste vos.
Él negó con la cabeza.
—No puedo irme. Si me alejo, el bosque queda desprotegido. Y si lo hago, ellos entrarán… y no saldrá ninguno.
Clara dio un paso hacia él, con lágrimas en los ojos.
—¿Entonces qué vas a hacer?
Aukan la miró con una calma dolorosa.
—Esperar. Protegerte. Y si tengo que pelear, lo haré. No dejaré que la oscuridad gane.
Ella quiso abrazarlo, pero él la detuvo suavemente, apoyando su mano sobre su pecho.
—Clara… si algo me pasa, no vengas al bosque. Prometémelo.
—No te prometo nada —respondió ella con los ojos húmedos—. No pienso dejarte solo.
Por un momento, el mundo pareció detenerse. El fuego crepitó, el viento susurró entre las hojas, y los dos quedaron mirándose, conscientes de que el amanecer podía no llegar para ellos.
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Esa noche, en el pueblo, los hombres se preparaban. Las linternas brillaban, los perros ladraban sin descanso. Julián, al frente del grupo, sonrió mientras ajustaba el arma sobre su hombro.
—Esta noche cazamos al monstruo —dijo.
Y el espíritu, invisible a su lado, rió en silencio, alimentándose del odio humano que él mismo había encendido.