El estruendo del disparo se perdió entre los árboles, pero el silencio que lo siguió fue aún más aterrador. Las aves huyeron, los hombres se quedaron inmóviles, y un olor metálico empezó a mezclarse con el aire húmedo del bosque.
—¡Clara! —gritó Aukan, arrodillándose junto a ella.
La joven yacía sobre la hierba, con la blusa manchada de rojo a la altura del costado. Su respiración era corta, temblorosa, pero sus ojos seguían abiertos, fijos en él.
Aukan presionó la herida con una mano, su rostro desencajado entre la desesperación y la furia contenida.
—Tranquila, Clara. Te voy a sacar de acá —murmuró con voz ronca—. No me dejes, por favor.
Julián seguía con el arma en la mano, inmóvil, mirando lo que había hecho. El color se le fue del rostro. Dio un paso atrás, luego otro, hasta que tropezó y cayó de rodillas sobre la tierra.
—Yo… no quería —dijo apenas, con los ojos vacíos—. No… no era eso lo que quería.
Los cazadores lo observaban en silencio, confundidos y horrorizados. Aukan levantó la vista, con la mandíbula apretada y los ojos encendidos de dolor.
—¡Mirá lo que hiciste! —rugió, y su voz resonó como un trueno entre los árboles.
Julián alzó las manos, llorando.
—¡No fue mi culpa! ¡Ella… ella me provocó! —balbuceó, la voz quebrándose entre la locura y el arrepentimiento—. ¡Yo solo quería que entendiera que vos eras el monstruo, que nunca iba a amarte!
Aukan lo miró en silencio, temblando por dentro.
—¿Qué hiciste, Julián? —preguntó, en un susurro oscuro.
El joven gritó, golpeando el suelo con el puño, mientras lágrimas sucias le corrían por el rostro.
—¡Tenía que hacerlo! ¡El pueblo lo necesitaba! ¡Yo… yo solo quería que todos te vieran por lo que sos!
El espíritu, debilitado, todavía flotaba a su alrededor como una sombra transparente. Pero en ese momento, Julián lo superó. La verdad salió a borbotones de su boca como si algo lo obligara a escupirla toda:
—¡Fui yo! —gritó—. ¡Yo maté al hombre del molino! ¡Yo sembré las huellas del lobo! ¡Todo fue idea mía! ¡Quería que te culparan a vos, maldito salvaje!
Los cazadores retrocedieron, con el horror reflejado en sus rostros. Algunos dejaron caer las armas. Otros se miraron entre sí, comprendiendo demasiado tarde que habían sido manipulados por algo más que el miedo.
Aukan bajó la cabeza. Su respiración se mezcló con el viento que traía olor a tierra húmeda y sangre. Luego alzó la vista, furioso, pero su mirada se suavizó al volver hacia Clara, que intentaba mantener los ojos abiertos.
—Aguantá, mi corazón —susurró—. No te vayas todavía.
Las nubes se abrieron apenas, dejando caer una luz pálida sobre el bosque. Julián sollozaba, los hombres estaban paralizados, y Aukan, con el cuerpo ensangrentado de Clara en sus brazos, emprendió el camino hacia el interior del bosque.
Nadie se atrevió a detenerlo.
Solo se oía su voz ronca, repitiendo su nombre una y otra vez.