En lo profundo del bosque, donde la luz del sol apenas lograba filtrarse entre los árboles, algo oscuro seguía vivo.
Un murmullo gélido reptaba por la tierra húmeda, mezclado con el aroma a podredumbre y savia. Allí, entre raíces retorcidas y piedras cubiertas de musgo, el espíritu maligno aguardaba, consumido por la frustración.
El lobo había sobrevivido.
El guardián seguía en pie.
Y peor aún… su corazón seguía atado a ella.
Cada latido de ese amor resonaba como un golpe dentro del vacío donde el espíritu existía. Era un eco de luz, un hilo que mantenía al bosque protegido, impidiéndole volver a corromperlo. Intentó arrancarlo, romper el vínculo, invocar sombras para destruirlo, pero nada funcionaba.
> “El amor…” —gruñó con desprecio— “ese maldito amor humano es lo que lo mantiene fuerte.”
El aire se volvió espeso. Los árboles parecieron estremecerse ante su furia. La neblina se tiñó de un matiz oscuro, y la voz del espíritu resonó en cada rincón como un viento seco:
> “Si no puedo quebrar al lobo… quebraré su entorno. Lo haré caer desde dentro.”
Durante un instante, en la oscuridad más densa, una imagen se formó.
Un rostro.
Joven, arrogante, resentido.
Los ojos de Julián Santillán.
El espíritu lo recordaba bien: su rabia, su envidia, su deseo de posesión. Había saboreado su alma aquel día de la cacería, había sentido su odio arder como fuego vivo. Aunque su cuerpo estaba preso, su mente aún era un campo fértil para sembrar veneno.
El espíritu sonrió, si es que algo tan oscuro podía hacerlo.
> “El odio no muere… solo espera.”
Las sombras comenzaron a moverse alrededor, formando figuras deformes que danzaban como llamas negras. El bosque gimió, los animales huyeron. Y mientras tanto, en una celda fría del pueblo, Julián Santillán abrió los ojos.
El sudor le cubría el rostro, su respiración era agitada. No recordaba haber soñado, pero sentía algo dentro de él, algo que lo observaba desde el espejo de agua del balde frente a su cama. Se acercó con lentitud, y al mirar su reflejo vio que, detrás de su propia mirada, otra más oscura lo miraba de vuelta.
Una voz siseó dentro de su cabeza:
> “¿Querés vengarte? ¿Querés que paguen por lo que te hicieron?”
Julián apretó los puños, temblando.
Su orgullo, su odio y su vergüenza hervían bajo la piel.
Y el espíritu siguió, susurrando como una serpiente:
> “Él te quitó todo… la admiración, el amor, tu nombre. Pero puedo darte el poder para reclamarlo. Solo decí mi nombre.”
Un trueno retumbó a lo lejos. Los barrotes de la celda vibraron.
El fuego de una vela tembló y casi se apagó.
Julián, con la voz ronca, apenas murmuró:
—¿Quién sos...?
Y el viento en la oscuridad respondió con un suspiro tan frío como la muerte:
> “Soy la sombra del bosque… y tu rabia me pertenece.”
El espíritu reía en silencio mientras el alma del joven comenzaba a fracturarse.
El juego no había terminado.
El amor seguía vivo… y por eso mismo, debía ser destruido.