La noche caía sobre el pueblo, pesada y sin estrellas. Dentro de la celda, Julián Santillán se retorcía sobre el catre, con los ojos hundidos y la piel empapada en sudor. Desde hacía días no dormía del todo, porque cuando lo hacía… la voz volvía.
Primero eran murmullos. Luego, gritos.
Hasta que ya no podía distinguir si provenían del exterior o de dentro de su propia cabeza.
El eco de esa presencia se deslizaba como una serpiente invisible por las paredes húmedas del calabozo.
> —Te encerraron como a un animal —susurraba la voz—. Pero vos no sos el monstruo… el monstruo es él.
Julián respiró hondo, apoyando la frente contra los fríos barrotes.
—Callate —murmuró, pero el tono de su voz era débil, quebrado.
> —¿Callar? ¿Por qué? Si lo sabés tan bien como yo… Ella debería haberte elegido a vos. Vos eras su igual, su destino. Pero eligió al salvaje, al animal.
Las palabras lo atravesaban como cuchillos.
Recordaba el rostro de Clara mirándolo con horror aquella noche, la sangre, el grito, el lobo interponiéndose… y después el vacío.
> “Ella te tiene miedo”, decía la voz, “pero podría volver a admirarte si destruyeras lo que la encadena.”
Julián apretó los dientes.
—¿Qué querés de mí?
> —Nada que no quieras vos, Julián. Solo justicia.
El joven levantó la mirada, notando cómo las sombras de su celda parecían moverse por su cuenta, curvándose en formas imposibles. Una figura oscura, apenas perceptible, lo observaba desde la esquina más profunda. No tenía rostro, pero su presencia lo llenaba de poder… y de miedo.
> —Si me liberás, te daré la fuerza del bosque mismo. Nadie te volverá a humillar. Nadie la mirará sin tu permiso.
—¿Y qué tengo que hacer? —susurró Julián, con voz temblorosa.
La figura se acercó, y su voz sonó como un rugido lejano mezclado con viento:
> —Solo odiá. Alimentame con eso. No lo reprimas, no te avergüences. Dejá que tu rabia sea fuego.
En ese instante, un guardia abrió la puerta del pasillo y miró dentro de la celda.
—¿Todo bien, Santillán? —preguntó, pero al ver el brillo extraño en sus ojos, dio un paso atrás.
El joven lo observó, y por un segundo, los barrotes parecieron vibrar. Una ráfaga de aire helado recorrió el corredor.
El guardia sintió que algo lo rozaba, como garras invisibles, y cerró la mirilla rápidamente.
Julián se dejó caer de rodillas, respirando con dificultad. La voz reía dentro de él.
> —Ya casi es hora… el bosque me llama, y vos vas a ser mi instrumento.
Entonces, el suelo tembló. Unas raíces delgadas, negras como la ceniza, emergieron entre las piedras, rodeando los tobillos de Julián. Pero no lo sujetaban: lo liberaban. Los cerrojos se oxidaron, los barrotes se abrieron con un gemido metálico.
La sombra susurró, complacida:
> —El lobo tiene su luna… ahora vos tendrás la tuya.
Julián se incorporó, con una nueva oscuridad ardiendo detrás de los ojos.
El bosque lo esperaba.
Y en algún lugar, entre árboles y recuerdos, Aukan Nahuel y Clara aún soñaban con un mañana de paz.
Pero esa paz estaba a punto de romperse.