La luna se ocultaba detrás de nubes negras, y en el interior del calabozo solo quedaba el sonido de la respiración entrecortada de un guardia… o lo que quedaba de ella.
El cuerpo del hombre colgaba suspendido en el aire, con los pies apenas tocando el suelo. Una mano lo sujetaba por el cuello con una fuerza sobrehumana, tan intensa que los huesos crujían como ramas secas.
Julián Santillán ya no era el mismo.
Su piel se había vuelto más pálida, sus venas marcadas como raíces oscuras, y sus ojos brillaban con un tono carmesí que parecía devorar la poca luz del lugar.
Cuando el guardia dejó de moverse, lo soltó. El cuerpo cayó al suelo con un golpe sordo, rodando hasta chocar con la pared.
Julián lo miró unos segundos, sin emoción alguna. Luego, una sonrisa deformada cruzó su rostro.
—Ya no soy el que era —murmuró con voz ronca, profunda, cargada de algo inhumano—. Ahora soy más.
Su sombra se alargó en el suelo, moviéndose con independencia, como si tuviera vida propia.
De su espalda brotaron hilos de oscuridad que se retorcían como tentáculos, envolviendo los barrotes oxidados de la celda hasta reducirlos a polvo.
A su alrededor, la piedra se ennegrecía, y un olor a tierra quemada llenó el aire.
> —Buscalo —susurró una voz dentro de su mente—. El bosque lo protege, pero vos llevás mi marca.
—Lo voy a encontrar —respondió Julián—. Y cuando lo haga, le voy a mostrar lo que es perderlo todo.
Dio un paso fuera de la celda.
Sus botas resonaron en el suelo mientras caminaba entre pasillos vacíos. Cada farol que pasaba se apagaba a su paso. Cuando cruzó la puerta del calabozo, una ráfaga de viento helado se llevó el último vestigio de luz.
El espíritu lo había moldeado, absorbido, transformado.
Ya no era un simple joven cegado por el odio: era un emisario de la oscuridad.
Y en su mente, el nombre Aukan Nahuel ardía como un fuego imposible de apagar.
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A kilómetros de allí, el bosque respiraba.
El amanecer todavía no había llegado, y la neblina se deslizaba entre los troncos como un manto espeso. Los animales permanecían ocultos, inquietos.
El silencio no era natural: era una advertencia.
Aukan se detuvo en medio del sendero, con el torso desnudo, el cuerpo cubierto por las marcas luminosas del ritual. Había estado recolectando hierbas curativas cerca del río cuando lo sintió.
Una presión invisible recorrió el aire, como un cambio en el pulso mismo de la naturaleza.
Su mirada se volvió hacia el norte.
El bosque, su bosque, estaba temblando.
La energía que lo sostenía, que fluía por la tierra como un río de vida, ahora se contaminaba con algo denso y podrido.
> —No… —susurró Aukan, cerrando los puños—. Esa oscuridad… no puede ser.
El lobo dentro de él se agitó. Su respiración se volvió profunda, y sus ojos dorados se encendieron bajo la luz tenue de la madrugada.
Podía sentirlo acercarse.
Una vieja sombra, un eco del mal que creía haber sellado.
> “El odio ha vuelto”, murmuró la voz del bosque dentro de su mente. “Y esta vez, lleva forma humana.”
Aukan levantó la vista.
El viento trajo consigo el olor del hierro y la muerte.
Y en la distancia, una bandada de cuervos se alzó sobre los árboles, volando hacia el cielo como presagio.
El guardián del bosque sabía que la paz estaba por terminar.
Y que la próxima batalla no sería solo por su vida… sino por el alma del bosque y de la mujer que amaba.