El aire de la noche se volvió espeso, cargado de una energía antigua que parecía respirar entre las ramas. El bosque entero vibraba con un presentimiento: algo oscuro se movía entre las sombras.
Aukan corría a cuatro patas, el corazón latiendo al ritmo de la tierra. Cada paso suyo hacía temblar las hojas. El olor de Clara lo guiaba —mezcla de miedo, lágrimas y esperanza—, pero también sentía el hedor podrido del mal, el mismo que una vez había intentado arrancar de su propia alma.
Entre los árboles, las huellas eran profundas, torcidas. Julián Santillán ya no era un chico: su presencia había corrompido la vida a su alrededor. Donde pisaba, las flores se marchitaban y el aire se volvía frío.
Aukan se detuvo un instante, olfateó el viento.
Su respiración se volvió densa, y los ojos se le iluminaron con un brillo dorado más fuerte que nunca.
—No voy a perderte, Clara… —susurró, y el bosque respondió con un eco profundo.
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En la cabaña, Reyen miraba el fuego encendido con los ojos entrecerrados. A su lado, el padre de Clara se debatía entre la desesperación y la impotencia.
—Él va solo —dijo, apretando los puños—. Yo debería ayudarlo, ir tras ellos…
Reyen negó lentamente con la cabeza.
—No, hombre. Hay una batalla que solo él puede pelear. Pero vos… vos sí podés ayudar de otra forma.
El padre la miró confundido.
—¿Cómo?
La anciana se levantó, tomó un manojo de hierbas secas y las arrojó al fuego. Las llamas se tornaron azules, proyectando sombras que danzaban en las paredes.
—El bosque escucha las voces humanas —dijo—. Si el pueblo entero se une en oración, si piden por el guardián, su espíritu se fortalecerá.
El hombre asintió, comprendiendo la urgencia en su voz.
—¿Rezar? ¿A esta hora? —preguntó, incrédulo.
—No hay tiempo —respondió Reyen con firmeza—. Corré al pueblo, juntá a todos. Que se reúnan a la orilla del bosque. Lleven fuego, velas, todo lo que brille. Que el guardián sienta que no está solo.
El padre no dudó más. Tomó su campera y salió corriendo bajo la luna, con el eco de las palabras de la anciana en su mente.
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Mientras tanto, Aukan avanzaba entre los troncos, cada vez más cerca. El olor del miedo lo envolvía, mezclado con el perfume de Clara.
Entonces, lo vio.
Una figura oscura, de piel resquebrajada y ojos rojos como brasas, caminaba entre los árboles arrastrando algo. Era Julián. Su cuerpo ya no parecía humano: de su espalda sobresalían fragmentos de hueso, como alas rotas.
En su brazo llevaba a Clara, inconsciente.
Aukan sintió cómo el fuego interior rugía en su pecho. El lobo dentro de él se agitó, exigiendo salir.
Pero antes de lanzarse, alzó la vista hacia el cielo… y lo vio: cientos de pequeñas luces comenzaban a brillar desde el borde del bosque.
El pueblo.
Hombres, mujeres y niños sostenían velas y antorchas, rezando en voz alta.
Los cantos en castellano se mezclaban con palabras mapuches que Reyen les había enseñado hacía años.
El bosque entero resonó con esa energía viva.
El guardián respiró hondo.
El fuego azul volvió a encenderse bajo su piel.
El rugido que lanzó entonces estremeció el suelo y espantó a las aves dormidas.
El mal lo había provocado.
Y ahora, el lobo guardián estaba listo para liberar su furia.