El bosque estaba en calma.
Las hojas caían como copos dorados bajo el amanecer, y el aire olía a tierra mojada y savia nueva.
Aukan, agotado pero sereno, sostenía la mano de Clara mientras ella despertaba lentamente entre sus brazos.
—Lo lograste… —murmuró ella, su voz temblorosa pero llena de alivio.
—No —dijo él con una leve sonrisa—. Lo hicimos.
Durante un instante todo fue silencio. Solo el canto de los pájaros, el rumor del viento y el brillo tenue del fuego azul que aún recorría las runas en la piel del guardián.
Aukan acarició el rostro de Clara, y ella le devolvió la mirada con ternura.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó, con temor.
—El bosque descansará… y quizás yo también —respondió, mirando hacia las copas de los árboles—. Pero antes, quiero recordar esto. Este instante contigo.
Clara se inclinó para abrazarlo, hundiendo el rostro en su pecho. Sentía su respiración pausada, cálida.
Fue entonces cuando el aire cambió.
Una ráfaga helada cruzó el claro.
El canto de los pájaros se detuvo.
Aukan se tensó.
Sus ojos se abrieron de par en par justo antes de que una garra oscura atravesara su torso.
—¡Aukan! —gritó Clara, cayendo al suelo junto con él.
Detrás, una figura emergía entre la neblina: el espíritu maligno, ennegrecido, distorsionado, pero aún vivo.
Su voz era un rugido y un susurro al mismo tiempo.
—Te lo dije, guardián… —rió con crueldad—. Ni la luz ni el amor pueden matar lo eterno.
(Se acercó un poco más, sus ojos rojos ardiendo).
—Tu padre intentó detenerme del mismo modo… y murió igual.
Aukan, con sangre en los labios, levantó la mirada.
—No… esta vez… no.
El espíritu alzó su brazo, formando una lanza hecha de sombra pura.
—Entonces morirán juntos.
La arrojó directo hacia ellos.
Aukan apenas alcanzó a extender su mano, pero algo lo detuvo.
Un destello dorado se encendió frente a Clara.
Un escudo invisible, transparente como el aire pero sólido como piedra, detuvo el golpe con un estallido de energía.
El impacto hizo vibrar el suelo.
El espíritu retrocedió un paso, confundido.
—¿Qué… qué es esto?
Clara se levantó lentamente.
Sus ojos, ahora brillando con una luz azul y dorada, reflejaban el mismo fuego que una vez perteneció al guardián.
El aura del bosque la rodeaba, los árboles inclinándose hacia ella como si reconocieran su presencia.
—Basta —dijo con voz firme, que resonó con ecos que no eran solo humanos—. No tendrás más almas. Este bosque… ya no te pertenece.
El espíritu rugió de rabia, intentando lanzar otra estocada, pero las raíces del suelo se alzaron, deteniéndolo.
El poder del guardián —ahora en ella— parecía despertarse con cada latido.
Aukan, desde el suelo, la miró con una mezcla de asombro y orgullo.
—El bosque… te eligió… —susurró.
Clara giró la cabeza hacia él, las lágrimas cayendo por sus mejillas.
—No voy a dejar que te lleve —dijo con firmeza, mientras la energía a su alrededor comenzaba a crecer—. Ni a vos, ni a nadie más.
El espíritu, sintiendo la amenaza, retrocedió, pero ya era tarde.
El fuego azul de Aukan y la luz dorada de Clara se unieron en un solo resplandor, expandiéndose como una ola sagrada que envolvió el bosque.
El rugido del demonio se desvaneció entre los árboles.
Solo quedaron los susurros del viento… y el silencio.
Aukan cayó de rodillas, exhausto.
Clara corrió a sostenerlo, el brillo de sus ojos apagándose lentamente.
—Shh… —dijo él, sonriendo débilmente—. Sos… parte de él ahora. El bosque te escucha.
—No quiero que me escuche… quiero que te deje a mi lado—susurró ella, llorando.
Aukan le acarició el rostro con ternura.
—Yo siempre voy a estar acá… donde florece la vida.
Y con esa última frase, el fuego azul del guardián se disipó entre los rayos del sol que atravesaban el follaje.
El bosque volvió a respirar.