—Vamos ¿Por qué no me lo dices?
—Es privado, además te reirías.
—Así que… es alguien a quien conozco. —era un pequeño avance, ahora ya sabía que el chico que había logrado hacer a Lui gay era un conocido o compañero común.
—Oh… mierda… —se lamentó mordiéndose el labio.
—Va, no se lo diré a nadie. Puedes decírmelo. Mis colegas no lo sabrán.
—¿Me prometes que no te reirás?
Estábamos tumbados sobre el pasto de su pequeño jardín, comiendo algunas de las fresas silvestres que él cultivaba y me sorprendía su dulzura. También la de las fresas, naturales estaban mucho más buenas.
Preguntarle por ese chico había empezado como una simple forma de molestarle y había pasado a ser una curiosidad mía para finalmente convertirse en una obsesión. Le daba muchas vueltas al tema y realmente quería una respuesta, aunque no tenía ni idea de porqué.
—Lo prometo.
Él abrió la boca ilusionado y después la cerró a la par que sus ojos se apagaban.
—Da igual...
—Vamos, no pasará nada.
Le ofrecí una sonrisa radiante, de esas que deslumbran a las chicas de clase y hacen que los chicos mueran de envidia. Debía admitirlo, era bueno seduciendo.
—Eres tú.
Algo estalló dentro de mí, mi estómago se volvió un extraño caldero de cosquilleos y sensaciones efímeras y suaves, extrañamente hormigueantes. Asco, estaba seguro que, aunque fuera algo diferente a la sensación habitual, eso tenía que ser repugnancia, odio.
¡Oh, dios, ahora sí que lo odiaba!
Me había mirado, durante tanto tiempo, con sus ojos de sucio maricón, imaginando cosas repulsivas en su mente ¡Se había sentido atraído por mi! El simple pensamiento de que se habría tocado imaginándome haciendo cosas gays me creaba una extraña sensación en el pecho, furia de seguro. Era un sentimiento demoledor.
Me lancé sobre él y rodamos un poco sobre la hierba hasta que acabé encima suyo, sentado en su vientre con tal de apoyar todo mi enorme peso y vaciarle los pulmones. No merecía respirar el mismo aire que yo, no merecía de hecho respirar ningún aire.
—¡Asqueroso marica! —mientras soltaba mi alarido de rabia vi sus ojos comenzando a anegarse dolorosamente y levanté mi puño dispuesto a molerle la cara a golpes.
Aunque no me sentí capaz de hacerle lo tomé por los antebrazos para evitar que cubriera su lastimoso rostro y a causa del forcejeo sus mangas se bajaron.
Allí, en la muñeca izquierda. No era un tatuaje lo que había visto.
Era un único trazo erróneo, el borrador de un punto y final.
Mi rabia se fue por completo si es que alguna vez había estado en mí y lo tomé con fuerza exponiendo aquella marca.
Rosácea, fibrosa, peligrosamente vertical.
—¿Qué coño es esto?
Oh sí, ahora sí que le iba a golpear de lo lindo por haber cometido tal estupidez ¿Cómo se le ocurría?
—¡¿Que qué coño es esto, marica de mierda?! ¡Respóndeme!
—¡Pues lo que parece, imbécil! —se me heló la sangre al escuchar su voz tan iracunda, encerraba tanto dolor.
—¡¿Cómo coño se te ocurre hacer algo as…
—¡Ni se te ocurra sermonearme! ¡Y mucho menos cuando eso es únicamente por tu puta culpa!
Le dejé marchar.
Esa noche dormí en el jardín, o más bien me la pasé estirado en él, llorando.
Lui me miraba por la ventana preocupado y cuando me hice el dormido bajó con una manta y me tapó. Después, por la mañana, trajo un plato con tostadas, bacón y macedonia y se fue corriendo.
Y por esos malditos gestos mi corazón se rompía más y más y no podía parar de llorar.